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A años luz de aquel inolvidable 83

Camino por la vereda de una calle de mi barrio. La voz me llega desde un auto estacionado. Con un codo apoyado en la ventanilla y el celular en la mano derecha, un hombre de unos 50 años graba un ...

Camino por la vereda de una calle de mi barrio. La voz me llega desde un auto estacionado. Con un codo apoyado en la ventanilla y el celular en la mano derecha, un hombre de unos 50 años graba un mensaje de audio. Esto es lo que dice, textual: “Si él se hace el loco, ella no va a dejar que se haga el loco”. La frase resuena en mi cabeza y dispara la imagen de un yerno que no le cae en gracia y de una chica de carácter, su hija, capaz de manejarlo. Habla con su esposa, me digo, la tranquiliza, porque a ella el yerno le cierra menos todavía.

Siempre me ha gustado el juego de adivinar la historia que se esconde detrás de una frase pescada al vuelo. Es una forma de salir de uno mismo y descansar de los asuntos propios. Pero a los pocos pasos advierto que estoy equivocado. Hoy el asunto propio es el de todos. No existe otro. Puede que el hombre estuviera hablando con su esposa, pero no hablaba de su yerno. Hablaba de Javier Milei y de su candidata a vice, Victoria Villarruel. La frase, en cualquier caso, era una variación del interrogante maldito que llevamos a cuestas. Nos persigue, nos pesa, y no lo podemos soltar porque no tiene resolución. Igual, estoy tentado a volver sobre mis pasos para pedirle al buen hombre que defienda su hipótesis. Pero acaso no tenga argumentos y dijo aquello solo para convencerse a sí mismo y darse coraje. Mi solidaridad con él.

El otro candidato, en cambio, no genera dudas. Las cartas están sobre la mesa, aunque las esconda con habilidad de prestidigitador. Sergio Massa es un profesional de la impostura, con título habilitante y todo. Encarna un virtuosismo paradójico: cuanto mejor miente, más se le nota la mentira.

Uno de los candidatos es una amenaza para la democracia y el otro podría serlo. La gente decide cuál es cuál según hacia dónde incline su preferencia

¿Cómo llegamos hasta este punto, en el que debemos optar entre estos dos candidatos? No se trata de que son poco atractivos o carecen de ideas y de carisma. Es bastante peor que eso. Son muchos los que piensan, y con razón, que en esta elección está en juego la supervivencia del sistema. De un sistema que, por otra parte, ya está muy maltrecho por el daño que el kirchnerismo le produjo a conciencia durante veinte años. La situación es esta: uno de los candidatos es una amenaza concreta para la democracia y el otro podría serlo. La gente decide cuál es cuál según hacia dónde incline su preferencia.

Yo no sé si cada sociedad tiene los candidatos que se merece, pero sé que estos dos están ahora disputándose la presidencia por elección de la sociedad. Esto habla del estado en que estamos los argentinos: apaleados por una inflación que no deja de crecer y con el ánimo crispado por sentimientos de bronca, hartazgo y temor. Lo insólito es que uno de los candidatos, el que se presenta como la carta de la cordura, fue una pieza esencial de la maquinaria de destrucción –de la economía, de las instituciones republicanas, de los lazos sociales– que nos trajo hasta este punto ciego. Y, más grave aún, el otro candidato es un producto de aquél en dos sentidos: por un lado, Milei catalizó una rabia social cebada en la humillación de una sociedad pauperizada por el kirchnerismo; y por el otro, fue financiado por Massa para fracturar a la oposición y con ella al sistema de partidos. Con la ayuda involuntaria de Juntos por el Cambio, el ministro-candidato logró su cometido con creces, y por eso estamos ahora debatiéndonos alrededor de interrogantes sin respuesta. Un admirado periodista compartió conmigo una sintética formulación de este dilema: “¿Cómo se hace para saltar al vacío desde el fondo del mar?”. La frase encierra una sugestiva ambigüedad. Parece un koan zen. Acaso sea pura sabiduría criolla.

En cuarenta años de democracia, la política perdió densidad. Se convirtió en un show donde la lucha por el poder relega el abordaje de los problemas reales. Ya no importan las cuestiones de fondo sino el efecto, la reacción epidérmica producida por declaraciones o imágenes que en muchos casos no se corresponden con la realidad, pero alimentan la farsa del marketing permanente potenciado por las redes sociales y alentado por consultores de renombre que con sonrisa sobradora reivindican la mentira como arma electoral lícita. Con el auge de la demagogia, la patria corporativa la tiene más fácil. Prospera mientras el país sigue cayendo.

Voté por primera vez en el 83. Aquello fue una fiesta irrepetible. Aun así desde entonces, incluso cuando mi candidato llevaba las de perder, siempre lo hice con alegría. No será el caso de mañana. Como siempre, caminaré las cinco o seis cuadras que me separan del colegio donde me toca votar. Tal vez haga un rodeo, porque presumo que a la hora de salir de casa estaré tal como ahora, preguntándome todavía por el sentido que debo darle a mi voto, aferrándome a la secreta esperanza de que algo –una conversación escuchada al pasar, por ejemplo– me afincará en alguna clase de convicción que hasta aquí se me ha negado. Hay un aliciente. Y es que después de depositar el voto, cuando por la noche se conozca el resultado, el dilema habrá quedado atrás y ya estaremos frente al desafío de los hechos consumados. Y de eso no hay escapatoria.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/a-anos-luz-de-aquel-inolvidable-83-nid18112023/

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