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Ballenas en el atardecer

Hay una vida que vivimos y otra vida que imaginamos. No sé ustedes, pero desde que tengo uso de razón me cuento historias para conciliar el sueño. Está también la vida que imaginamos haber viv...

Hay una vida que vivimos y otra vida que imaginamos. No sé ustedes, pero desde que tengo uso de razón me cuento historias para conciliar el sueño. Está también la vida que imaginamos haber vivido, y a eso lo llamamos memoria. Hay una vida que los otros imaginan que vivimos, y esta, como se sabe, no tiene nada que ver con la vida que de verdad vivimos. No obstante, los demás tienen, para cada uno de nosotros, una dimensión mítica que solo existe en sus mentes.

Durante muchísimos años soñé con ver ballenas. El tiempo y el deseo son socios temibles. Su negocio es el ilusionismo, y así, a medida que pasaban las décadas, las imágenes que brotaban en mi imaginación iban cobrando la naturaleza de la realidad. En un punto, sin haber siquiera mirado los precios de los pasajes a Puerto Madryn y con más Melville que experiencia, las escenas en las que tocaba la piel del leviatán desde un frágil esquife empezaron a inspirarme recelo. Sí, me encontré recelando de algo que no solo no había ocurrido, sino que tampoco habría de ocurrir. Pero entre mis numerosos compromisos y mi escasa destreza para el turismo, se me fue media vida y estas imágenes espurias arraigaron con firmeza. Hasta que me encontré embarcando en un avión con rumbo a Madryn, regalo de cumpleaños de una mujer que me tiene tal vez demasiada paciencia.

Lo bueno de la imaginación es que no tiene antesala. Uno puede saltar al capítulo que le interesa sin la combi, el viaje amansador por el ripio, los salvavidas y el matrimonio que cruzó el océano para ver mundo y entonces, enfrentados a la realidad, no hacen sino comentarla a los gritos mientras la contemplan en el celular.

Pero vi ballenas.

Con entera humildad, no esperaba ver mucho más que una manchita negra en lontananza. Entre otras cosas porque el frágil esquife se había tornado en sólido barco cuya borda quedaba varios metros sobre el agua. Abandoné muy pronto la idea de tocar uno de estos inmensos seres del mar y me pregunté durante un largo rato cómo harían para localizarlos en ese golfo antediluviano y profundo. No debí preocuparme. Los guías han pasado una vida (no diez minutos) en ese lugar, y lo que para el resto de nosotros es un paisaje tranquilo en un día de sol a ellos les dice cosas todo el tiempo.

Así que vi ballenas.

En el fluir de la realidad, que hace mucho renuncié a someter o anticipar, nos tocó el último viaje del día. Es el mejor. De las muchas imágenes que recuerdo de las dos hembras con sus crías con las que nos encontramos, hay una en particular que me acompañará siempre, y que en gran medida ha conseguido romper el sortilegio de los años de ilusión y deseo. Una de las ballenas apareció de pronto a la izquierda (debería decir a babor) y se colocó en lo que llaman la posición de galeón; esto es cuando saca la cabeza y la cola fuera del agua para que su cría, exhausta de tanto mar, pueda descansar en su lomo. Entonces hubo un instante perfecto, con el gigante gentil recortado –cósmico e imponente– contra el sol dorado del atardecer. Estaba a unas pocas decenas de metros del barco y su escala ciclópea se me hizo por fin patente de una forma hipnótica y a la vez abrumadora.

Ese instante ha quedado guardado en mi memoria en un completo silencio, a pesar de que me encontraba rodeado de gente en un barco a motor y con el cetáceo chapoteando y resoplando. Pero fue una de esas instancias en las que la experiencia nos embarga hasta el punto en que nos quedamos solos. Solos frente al universo.

No fracasaré en simbolismos y metáforas. Ese atardecer me pasó algo extraordinario. No tan solo porque después de tantos años finalmente vi ballenas y hubo un contacto leve pero portentoso entre dos mundos separados por el abismo, sino también porque la memoria renunció –no sin resistirse– a su largo rumiar, y aceptó por fin que la experiencia siempre prevalece. Aunque parezca lábil o dure un suspiro.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/ballenas-en-el-atardecer-nid08112023/

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