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Celebrar una derrota sin festejar un triunfo

Las elecciones del domingo me dejaron en un estado anímico raro. No sabía si estaba alegre o triste. Aliviado o preocupado. Creo que sentía todo eso junto y al mismo tiempo. Era una contradicci...

Las elecciones del domingo me dejaron en un estado anímico raro. No sabía si estaba alegre o triste. Aliviado o preocupado. Creo que sentía todo eso junto y al mismo tiempo. Era una contradicción caminando. Presumo que no seré el único que acusa los efectos inclasificables de una Argentina inclasificable.

La cosa me duró hasta el martes. El miércoles ya me había acostumbrado. La figura del omnipresente ministro candidato se había esfumado de la escena y un Javier Milei recluido en un cuarto de hotel armaba un gabinete para asumir la presidencia en menos de veinte días. A todo nos adaptamos los argentinos.

Empecemos por explicar el alivio. La noche del domingo yo no festejé un triunfo, sino que celebré una derrota. Un país que vuelve a votar a la fuerza política que lo ha dejado en la ruina no tiene destino. La idea de un triunfo de Sergio Massa, algo que hasta el recuento de los votos era tenido como una posibilidad, se me hacía inconcebible. Era optar por la continuidad de una agonía sin término. Además, si Massa hubiera alcanzado la presidencia por la voluntad de la misma sociedad a la que el kirchnerismo pauperizó durante cuatro períodos presidenciales, ¿qué podíamos esperar de un quinto? ¿Qué o quién hubiera podido contener la ambición de Massa frente a una sociedad que se entregaba voluntariamente a la corrupción y la mentira?

Massa, con la ayuda de parte de la opinión pública, había instalado la idea de que venía a salvar al país de la ultraderecha autoritaria. Milei era, para muchos, la expresión local de la ola populista que recorre el globo y que tantas democracias ha herido en los últimos años. El libertario le regalaba letra, entre otras cosas, proclamando su admiración por Donald Trump y Jair Bolsonaro. Parecía que el oficialismo se salía con la suya. Y todo porque aquí hemos naturalizado como parte de la política los intentos hegemónicos del kirchnerismo y sus embestidas contra la república. No hemos sido capaces de reconocer, por ceguera ideológica, que Cristina Kirchner fue en la Argentina lo mismo que los populistas Trump y Bolsonaro fueron después en sus respectivos países.

Al final, el truco no prosperó y de allí el alivio. La preocupación que neutralizaba el alivio es fácil de explicar: era la antipolítica la que sacaba de escena a la antipolítica. Me preocupaba, y en buena medida lo sigue haciendo, el componente irracional que Milei ha venido exhibiendo sin tapujos. En concreto, la eventualidad de que se traduzca, como ocurrió en el caso de Cristina Kirchner, en impulsos destructivos desde lo más alto del poder. Cuando la convicción ciega de la certeza dogmática reemplaza a la verdad, se quiebran los presupuestos de la convivencia social y se cancela la posibilidad de diálogo. El domingo, cuando después de leer un discurso moderado Milei arengó a sus seguidores con su desencajado “Viva la libertad carajo”, no pude dejar de ver allí una suerte de éxtasis religioso, una embriaguez colectiva dirigida al culto de una idea que no admite matices. Acaso el cambio, pensé, viene acompañado de lamentables continuidades.

Lo peor, me dije, sería que el triunfo electoral se le subiera a la cabeza. Que lo gane la soberbia. No ocurrió. Más bien al contrario. Los agradecimientos del domingo por la noche a Mauricio Macri y a Patricia Bullrich por el apoyo electoral, y el largo abrazo que les dio, lucieron sinceros. Según dicen, estamos ante la rareza de un presidente (electo) que no miente. Tras la primera vuelta, cuando el balotaje pintaba mal, Milei depuso su beligerancia y se sentó a la mesa con ellos. Ya como presidente electo, abrió su gabinete a gente más experimentada de otras fuerzas, acaso porque es consciente de su debilidad ante la tarea que dice haberse impuesto: deconstruir un Estado hipertrofiado que creció dándole la espalda a la sociedad y durante décadas fue refugio de políticos que, además de expoliarlo, lo llenaron de militantes para controlarlo y perpetuarse en el poder. Desarticular las redes corporativas y ajustar las cuentas públicas sin abandonar a su suerte a los argentinos que cayeron en la pobreza es una tarea ciclópea. Sobre todo, por la inmensa cantidad de privilegios que hay que afectar. Milei encontrará la resistencia frontal de los que quieren que nada cambie. Si aspira al éxito, su empeño requerirá de alianzas y pactos tan pragmáticos como racionales. También, de la participación de aliados moderados que maticen el dogmatismo que ha exhibido y que ahora parece camino de atemperar.

El domingo, cuando volvía de llevar a mi madre a votar, escuché por radio una declaración de Máximo Kirchner frente a la urna. “Esperemos que la sociedad no elija la violencia”, dijo el hijo de la vicepresidenta. La sociedad ya decidió. Ahora esa opción maldita está en manos de los que se preparan, como cada vez que pierden el poder, para resistir. Si apelaran a ella, el nuevo gobierno deberá desplegar una firmeza despojada de odios, pues de lo contrario podría llevar a la sociedad de vuelta a aquello de lo que buscó escapar cuando, incluso con reticencias, le confió su voto.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/celebrar-una-derrota-sin-festejar-un-triunfo-nid25112023/

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