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Dejó la ciudad para buscar su propósito y en un viejo muelle recordó una manera sencilla de ser feliz: “Parecía que flotaba”

Cada vez que visitaba la playa, algo que no podía explicar sucedía en su interior. Era solo un niño en ese entonces pero sin esfuerzo alguno y con mucha paz, lograba fundirse con el entorno, afe...

Cada vez que visitaba la playa, algo que no podía explicar sucedía en su interior. Era solo un niño en ese entonces pero sin esfuerzo alguno y con mucha paz, lograba fundirse con el entorno, aferrarse a la majestuosidad del paisaje que lo rodeaba, serenarse con el sonido del mar, disfrutar del contacto de sus pies descalzos en la arena, del olor a sal y de los amaneceres naranja que se reflejaban en el agua calma como si hubieran puesto de acuerdo para coincidir de esa forma.

Criado en la localidad de San Isidro de la provincia de Buenos Aires, Diego Lobo había tenido una infancia muy feliz junto a su padre, trabajador de la industria del mármol, su mamá -ama de casa- y su hermana, tres años menor que él. Pero fue a sus diez años, luego de haberse mudado a Villa Ballester, que su vida dio un giro importante. Ocurrió cuando su madre le dijo que lo había anotado en clases de karate. “Así aprendés a defenderte”, le había aclarado. Diego todavía no lo sabía, pero había sido la mejor decisión que los adultos habían tomado para él en la preparación para la vida.

Buscaba un depósito para la empresa familiar y en una casona antigua concretó su proyecto: “Tenemos el sabor de lavanda que todos quieren”

“Se movía como si flotara”

Poco antes de terminar la secundaria, una tarde se encontraba en la plaza Roca de Villa Ballester cuando se sintió atraído por un grupo de personas mayores que ejecutaban movimientos lentos similares a los que él mismo había aprendido a través de las técnicas de karate. Sin embargo, no se trataba de la misma disciplina.

“Me acerqué y un señor muy mayor, encorvado, se movía como si estuviera flotando. Respiraba como si disfrutara de hacerlo. Cada vez que tomaba aire, gesticulaba placer y, al soltarlo por la boca, lo hacía como si cantara una canción. Luego de esa rutina de movimientos, este señor se acercó a un árbol y recogió su bastón. Esto hace muy bien, dijo hablando en voz alta. Me acerqué al profesor y le pregunte qué era lo que hacían. Taichi para la tercera edad, respondió el maestro. Yo quiero aprender, le dije… Y fue entonces que me embarqué en un amor que duraría hasta el hoy”.

Años más tarde, Diego pudo materializar el deseo de formar una familia y criar a sus hijos en un ambiente natural, lejos de la ciudad y con la libertad que un pueblo de mar les podía dar. El destino elegido fue Mar del Tuyú, en la costa argentina.

“Había llegado al típico pueblo con mar”

“Cuando llegamos no fue fácil: sin familia, sin conocer a nadie, los primeros meses se hicieron cuesta arriba. Pero, poco a poco, la gente se fue abriendo muy amablemente. Habíamos desembarcado en el típico pueblo con mar, donde las bicicletas quedan apoyadas sin cadenas, donde no hay rejas y si subís al colectivo, el chofer te saluda”. Diego tuvo que empezar desde cero y pudo dar forma a un emprendimiento gastronómico muy pequeño en playa. Vendía licuados y jugos durante los veranos y, con el dinero que reunía en la temporada, lograba solventar los gastos de todo un año.

A medida que se sintió más confiado en su nuevo lugar de residencia, también quiso probar nuevos caminos. Con una sólida formación en diferentes ramas de las artes marciales, comenzó a dar, de forma gratuita, aquella disciplina que alguna vez había contemplado con fascinación: Taichi para la tercera edad, en la playa. El lugar elegido fue la bajada de la 74, donde está el muelle de pesca. De a poco, los lugareños quisieron probar sus clases. Así, con beneficios físicos, mentales y emocionales que se hacían notar, el boca en boca hizo correr la noticia de que una actividad nueva se había instalado a metros del mar.

Taichi es una práctica que propone realizar una serie de movimientos para la salud física. También trabaja la parte mental desde la visualización al interpretar el movimiento. Por ejemplo: bajo la premisa de recoger agua de la fuente para limpiarnos de energías negativas, el practicante se convence de que todas las malas vibras desaparecen. Comienza a cambiar su estado emocional y de ánimo y la energía se incrementa, pasando de lo negativo a lo positivo. Muchas personas rompen patrones tradicionales y descubren que hay otras conexiones que les habilitan a encontrarse a sí mismos.

Diego Lobo basa su teoría respecto a mantener un equilibrio entre mente, cuerpo y espíritu, en el enfoque mental. Sostiene que, a través del pensamiento -que afecta directamente las emociones- se puede fortalecer la salud mediante la aplicación de las técnicas de ejercicios orientales. “Se puede alimentar el espíritu directamente desde el amor que se da y el que se recibe, entrando en un nivel vibracional que atrae este sentimiento. Esa vibración engrandece nuestro ser en su totalidad. El círculo se cierra cuando se aprende a conectar con el Universo, la fuente, donde todo dio comienzo, de donde nos desprendimos”.

“Somos energía y nos atraemos”

El pequeño grupo inicial se fue haciendo cada vez más nutrido. “Tengo muchas anécdotas que son una caricia al alma. Por ejemplo, la de una señora que con sus 85 años, viviendo sola, casi sin salir de su hogar, comenzó a asistir a las clases y a hacer de ello una rutina. En sus imaginaciones (así le llamaba a la visualización alegórica de cada ejercicio) describía acariciar las nubes como si realmente lo hiciera y le generaba la paz y armonía y la posibilidad de limpiar su mente. O aquel abuelo que encontró en las clases la compañía que buscaba y esparcimiento a través de una actividad que mejoraba su motricidad y sus problemas de columna. En cuanto a la parte energética que posee la comunión de la naturaleza con nosotros, me veo obligado a relatar cómo una alumna de casi 75 años, luego de un ejercicio donde abrimos los canales energéticos llamados Lao Gong que se encuentran en el centro de las manos y apuntamos en dirección al mar para canalizar dichas energías o vibras y traerlas a nuestro cuerpo, recordó que su madre hacía esa práctica cada vez que ella se sentía mal. La mujer elevaba las palmas al cielo y se las apoyaba a su hija donde le dolía. Así, el dolor desaparecía”.

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Desde entonces, cientos de personas se han beneficiado de la mano de las clases de Taichí que ofrece Diego Lobo a orillas del mar. No es solo una terapia para la salud, es también una fuente de conexión con las diferentes energías que rigen la cotidianeidad y abren las puertas para potenciar los lazos humanos que unen. “Porque somos energía y como tal, nos atraemos, es cuestión de buscar la que nos haga bien”.

Al mirar el recorrido que hizo a lo largo de su vida, Diego reconoce que gracias al Taichí encontró su propósito de vida. “Me gusta citar la frase el maestro aparece cuando el alumno está preparado. Expresa la idea de que cuando una persona está lista para aprender algo nuevo, encontrará a alguien o algo que le enseñe. En lo personal, creo el maestro son las dos partes, uno siempre aprenderá del otro y viceversa. El intercambio de energía se retroalimentara y, al momento de enseñar y aprender, la vibración se expandirá en un bien común. Sin alumno, no hay maestro, sin maestro no hay alumno. Sin lector no hay libro, sin libro no hay lector. El Yin y Yang eterno”.

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Fuente: https://www.lanacion.com.ar/lifestyle/dejo-la-ciudad-para-buscar-su-proposito-y-en-un-viejo-muelle-recordo-una-manera-sencilla-de-ser-nid26092023/

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