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Estamos frente a la necesidad de una nueva Argentina, no ante la mesa de un bar

Salir de la universidad, reunirse con un grupo de amigos, sentir la alegría de dejar correr el caudal continuo de la conversación, ese polifónico coro de las voces mezcladas con los ruidos de va...

Salir de la universidad, reunirse con un grupo de amigos, sentir la alegría de dejar correr el caudal continuo de la conversación, ese polifónico coro de las voces mezcladas con los ruidos de vasos y risas en un bar. Allí el pensamiento se vuelve locuaz, repetitivo. Uno siente curiosidad hacia los dichos del otro y hasta ejercita cierta tolerancia frente a lo sorpresivo porque el objetivo, nunca expreso, quizá sea la belleza de divagar entre palabras. En ese escenario está siempre el disruptivo, el provocador, el que dispara una idea que sabe de antemano que va a contrapelo de lo que comúnmente se espera. Y no lo hace, como poéticamente dirían los ingleses, shooting the breeze (disparando a la brisa), es decir, como hablando de cosas no muy importantes, sino con una convicción férrea de que inmediatamente despertará una incomodidad, una molestia general, a menudo amortiguada por la amistad o el puro compañerismo. No hay en él una pretensión de apoyo o aquiescencia. Probablemente su éxito no radique en convencer, sino, efímeramente, en la irritación inmediata causada por una propuesta juzgada “irrazonable” o “irresponsable”.

Me viene ese recuerdo cuando escucho o veo algún tuit donde el candidato a presidente por La Libertad Avanza, con la desenvoltura de una sonrisa publicitaria, afirma que “una empresa puede contaminar el río todo lo que quiera”. Las demás fuerzas políticas, aletargadas al parecer para una respuesta ágil y contundente, quizás por el shock de lo escuchado, responden con frases que parecen apuntar a la brisa.

Para quienes están de alguna manera relacionados con los temas ambientales, la propuesta retrocede a aquellos tiempos de estudio donde se analizaba “La tragedia de los comunes”, la teoría publicada en la revista Science en 1968 por Garret Hardin (y ampliamente citada en la literatura jurídica), que intenta demostrar que todos los bienes comunes (todo aquello que no tiene dueño y que, por tanto, pertenece a “toda la humanidad”) siempre se ven perjudicados por el sobreuso que hacemos de ellos. Sería el caso de esos recursos que están en un espacio común, accesibles a todos, como un río o la atmósfera, que siempre sufren un deterioro debido a su sobreuso. Él imagina que un grupo de campesinos lleva, cada uno, una vaca a un mismo terreno a pastar. Un día uno de ellos decide llevar una vaca extra. Considera que eso no tendrá impacto en un espacio tan grande. Los resultados son positivos y decide agregar otra. Ocurre que todos los campesinos tienen la misma conducta, y aquí la tragedia. Hardin afirma: “La ruina es el destino hacia el cual todos los hombres se apresuran, cada uno persiguiendo su propio interés, en una sociedad que cree en la libertad de los bienes comunes. La libertad en un bien de uso común trae ruina a todos”. Es la tragedia de los comunes.

Hardin describe lo que los autores económicos denominan externalidad, es decir, un efecto negativo a un tercero no relacionado. La contaminación que produce una empresa que elabora un determinado producto es una “externalidad” porque impone costos a personas “externas” al productor y al consumidor del producto elaborado.

Durante años existió entre los economistas un consenso acerca de que los recursos naturales de uso colectivo inevitablemente derivan en una sobrexplotación y que, a largo plazo, son destruidos o agotados. Lo único en lo que diferían era en la solución: unos decían que se debía entregar el control al gobierno central, mientras que otros afirmaban que lo mejor era privatizar. Sin embargo, esta última propuesta no es aplicable a inmensas superficies comunes como los océanos o la atmósfera, ya que eso implicaría arribar a acuerdos entre muchos países, lo cual lo haría extremadamente complejo. Años después, la premio Nobel de Economía Elinor Ostrom, en su obra Governing the Commons (1990), muestra ejemplos de países y situaciones en los que se evitó la tragedia de los comunes. El trabajo de Ostrom siempre se basó en resaltar cómo las decisiones públicas influyen en la producción de bienes y servicios finitos. Ostrom considera que el ser humano no es tan simple como lo enfoca Hardin y que puede tomar decisiones más complejas, sin necesidad de intervenciones ajenas, como las de los gobiernos o de la privatización del propio recurso. De alguna manera, Ostrom no está en desacuerdo con las teorías de Hardin, sino en que la administración del gobierno central o los derechos de propiedad privada sean la única manera de evitar “la tragedia de los bienes comunes”.

Lo que a menudo se subestima en estos análisis puramente economicistas sobre los efectos negativos del uso de recursos naturales son los daños que nunca resultan visibles, o que no resultan visibles de inmediato. En materia ambiental, los impactos tardan en advertirse y a menudo se aprecian mucho tiempo después de haber ocurrido los hechos generadores, como si una herida de bala se percibiera años después de haberse producido el disparo. Así, la conexión entre la degradación y su causa es difícilmente perceptible. Tampoco se consideran los daños acumulativos, es decir, aquellos que se producen por la suma de impactos de poca envergadura a lo largo del tiempo y, aunque los impactos individualmente considerados son de pequeño tamaño, su acumulación hace que acaben teniendo un efecto mayor. Es decir que las peores “externalidades” son aquellas que no se manifiestan durante un período prolongado o resultan acumulativas. El usuario de un recurso disfruta de un beneficio actual, mientras que quien sufre la pérdida correspondiente no lo hace hoy, incluso puede no darse cuenta de que la sufrirá en el futuro, o puede no haber nacido todavía. El costo de esta “externalidad” se difiere y se desplaza, para que lo asuman las generaciones posteriores, actualmente indefensas. Esta sería, por ejemplo, una consecuencia de la libertad de contaminar.

Claro que hay mucho más. Para eso recomiendo la arrebatadora prosa de Rachel Carlson en su libro Silent Spring, acerca del daño de la contaminación sobre las aves, las aguas, los insectos y sobre toda la vida natural, una de las primeras voces que alertaron sobre la ceguera de un modelo basado en la destrucción de la naturaleza expresada con la precisión de la ciencia y la belleza de la poesía.

Lo incómodo es asociar ciertos dichos, que antes escuchaba entre estudiantes de la facultad, después de un vaso de vino, a las cándidas propuestas de un posible presidente de mi país. Porque más allá de las fórmulas económicas debemos reconocer que muchos ríos ya fueron contaminados. Y que junto a ellos viven argentinos. Solo por mirar cerca, en la provincia de Buenos Aires tenemos el nauseabundo río Reconquista, intacto en su iridiscencia, y en el límite con la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el tantas veces nombrado Riachuelo, con su autoridad Acumar con una cifra elocuente de empleados abúlicos para erradicar ese veneno. De modo que contaminar el río “todo lo que quieran” nos intoxica a todos, pero a quien más ofende es a quienes han sido y son víctimas de esas aguas contaminadas, podridas, y a todas esas personas cercanas para las que la libertad de contaminar ha sido la libertad de enfermarse, incluso de morir. Solo que ahora estamos frente a la necesidad de una nueva Argentina, y no ante la mesa de un bar.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/estamos-frente-a-la-necesidad-de-una-nueva-argentina-no-ante-la-mesa-de-un-bar-nid06092023/

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