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Historia de un desencuentro: peronismo y tributación progresista

El gobierno de Massa-Fernández-Kirchner ha dañado la práctica y el ideal de una fiscalidad racional y progresista. La eliminación de lo que en todas partes se conoce como impuesto a la renta pe...

El gobierno de Massa-Fernández-Kirchner ha dañado la práctica y el ideal de una fiscalidad racional y progresista. La eliminación de lo que en todas partes se conoce como impuesto a la renta personal o impuesto a los ingresos (entre nosotros, “impuesto a las ganancias”) para casi todos los asalariados salvo para un puñado de contribuyentes de ingresos muy elevados aleja a nuestro país del sendero que, en materia tributaria, transitan desde comienzos del siglo XX los países más desarrollados y más animados por el espíritu igualitario.

Contra lo que muchos sugieren, esta osadía revela algo más que cinismo o ignorancia. Al proponer la eliminación del impuesto progresivo, el ministro Sergio Massa actuó en sintonía, no en contra, del sentido común justicialista en materia tributaria. Sus dichos y sus acciones combinaron el cálculo oportunista con el interés y la ideología. Hacen sistema con una arraigada cultura tributaria cuyos fundamentos comparten muchos argentinos. Para constatarlo no hay nada mejor que mirar el problema desde una perspectiva histórica.

La renuencia a forjar un orden fiscal más igualitario tuvo consecuencias muy graves

En Europa, el camino para la instauración del impuesto a la renta fue despejado durante la Primera Guerra Mundial. El enorme desafío fiscal que supuso ese conflicto hizo posible la sanción de reformas tributarias progresivas en las principales naciones del Viejo Continente. En la Argentina, en cambio, las cosas no fueron tan sencillas. Mientras el comercio exterior aportó los fondos que el Estado necesitaba para financiarse, el impuesto a la renta permaneció en suspenso. Nuestra primera democracia no logró imponerlo. La Gran Depresión, que desplomó la recaudación, finalmente despejó los obstáculos para su triunfo. Resulta algo paradójico que fuera un gobierno de facto y de derecha como el del general José Félix Uriburu el que, urgido por aumentar la recaudación, sancionó el impuesto más progresivo con que cuenta nuestro país.

Unos años más tarde, el impuesto a la renta alcanzó su cenit en Europa y América del Norte. Otra vez, el instigador fue el conflicto armado en gran escala. La Segunda Guerra Mundial impuso a todos los contendientes la obligación de extraer más recursos, forzando un aumento de las tasas y una fuerte ampliación del universo de contribuyentes. La supervivencia del Estado estaba en juego. Para tener dimensión de la magnitud de esta expansión basta recordar que, en Estados Unidos, un país de fuerte cultura individualista, hacia 1945 el 70% de los asalariados estaba alcanzado por este tributo.

La idea de que ‘el salario no es ganancia’ hoy es arcaica

La guerra terminó, pero el impuesto a la renta quedó. Su universalización, con escalas y alícuotas progresivas, constituye el pilar sobre el que se asentó la expansión del Estado de bienestar en los países que, de Inglaterra a Suecia, solemos tomar por modelo. A lo largo del tiempo, escalas y tasas sufrieron alzas y bajas. Pero lo importante es recordar que ese logro civilizatorio que es el Estado de bienestar dependió más de la universalización de la base tributaria que de la concentración del impuesto en las grandes fortunas o en las personas de mayores ingresos. En los países del Atlántico Norte, la enorme mayoría de los asalariados están comprendidos, en proporción a su capacidad contributiva. A los constructores del Estado de bienestar les hubiera resultado extraña la expresión, tan celebrada en nuestra patria, que insiste en que “el salario no es ganancia”.

Perón marca la pauta

Para entender por qué la Argentina tomó otro camino hay que dirigir la atención hacia el sorprendente desenlace de la Revolución de Junio. En 1946, un outsider surgido de los cuarteles alcanzó la presidencia, imponiéndose a una coalición donde estaba representado todo el arco partidario progresista, el que iba del centro a la izquierda. Para explicar esa victoria hay que recordar que la carta de triunfo del coronel Perón sobre la Unión Democrática fue la promesa de elevar a los trabajadores a un umbral superior de justicia social.

Imponer este programa fue costoso. Además de una reformulación de las relaciones entre capital y trabajo, reclamó erogaciones que elevaron el gasto público de menos del 20 % a cerca del 25 % del PBI. ¿Cómo financiar ese salto, que se producía al mismo tiempo que proliferaban las demandas distributivas? Sin una fuerza política estructurada que lo respaldara, sin lealtades populares aseguradas, y sin la posibilidad de invocar una emergencia militar, Perón no tenía mucho margen para contrariar a los asalariados que lo habían acompañado en las urnas. No hubo, pues, expansión del impuesto a la renta. Esta renuencia dice mucho sobre la coyuntura de 1945-6, pero también sobre las secretas continuidades entre la cultura tributaria popular forjada en los tiempos en que la izquierda daba voz a las demandas de los asalariados y la que comenzaba a cristalizar en torno al nuevo movimiento nacional-popular.

Así, pues, pese al considerable incremento de los salarios en el trienio dorado de 1946-48, la cuarta categoría del impuesto a los réditos casi no sufrió alteraciones. En favor de Perón hay que decir que su timidez frente a la reforma fiscal se justificaba a partir de un ideal: apostaba a que el desarrollo industrial y la expansión del empleo formal y bien remunerado crearan las condiciones para que todos alcanzaran un piso más elevado de bienestar. En este esquema, la redistribución a través de un régimen fiscal progresista no desempeñaba ningún papel relevante. En la vía argentina al progreso social, era la relación salarial, más que el impuesto, el principal agente de mejora de la condición popular.

Quedaba pendiente, sin embargo, la pregunta sobre cómo financiar un incremento del gasto público de más de 5 puntos del producto sin afectar los salarios. La respuesta peronista es conocida: gravámenes al comercio exterior, captura de diferencias en el cambio (IAPI), contribuciones a la seguridad social y emisión monetaria proveyeron el grueso de esos recursos. Ir por el camino de los impuestos no legislados fue una solución que tuvo bajos costos políticos pero que era económicamente frágil. De hecho, ya antes de 1955 la contracción de los saldos exportables y el aumento del gasto previsional comenzaron a mostrar las limitaciones de esta apuesta.

Mientras todo esto sucedía, Perón fue ganando mayor autonomía respecto de sus apoyos populares, confirmando que el resultado de las elecciones de febrero de 1946 no había sido un rayo en cielo sereno. Aun así, la reforma del régimen fiscal nunca formó parte del menú de opciones de política redistributiva del justicialismo maduro. ¿Convicción, ceguera, renuncia, derrota? En cualquier caso, inspirado por el principio según el cual “el salario no es ganancia”, el movimiento obrero más poderoso de América Latina logró un triunfo resonante contra la tributación progresista, en algunos aspectos similar al que alcanzó contra la constitución de un régimen de jubilaciones y pensiones de carácter universal, o contra la formación de un sistema de salud unificado como el que quiso Ramón Carrillo.

La frustración del sueño de este gran sanitarista condenó a aquellos sectores de las clases populares que no estaban encuadrados por la organización sindical (trabajadoras domésticas, jornaleros, personas sin empleo formal) a una cobertura sanitaria de calidad inferior. La renuencia a forjar un orden fiscal más consistente e igualitario tuvo consecuencias más graves, toda vez que colocó bajo presión a las finanzas de un Estado que desde entonces nunca pudo desentenderse del muy elevado nivel de demandas distributivas que constituye una marca distintiva de nuestra sociedad. No sorprende que, en esos años, comenzara a anunciarse el ingreso de la Argentina en la era de la alta inflación.

Durante su tercera presidencia, Perón protagonizó el último gran capítulo de esta saga. En 1974 nació el IVA, un impuesto al consumo creado para cerrar la brecha entre los gastos y los ingresos del cada vez más deficitario sector público. También modificó el viejo impuesto a los réditos, que pasó a llamarse impuesto a las ganancias. Pese a que la población alcanzada creció hasta comprender un universo algo mayor de trabajadores en relación de dependencia, el nombre elegido da cuenta del espíritu con el que, desde el comienzo, el justicialismo había concebido el significado del impuesto a la renta. A casi treinta años de su irrupción en la vida pública, la premisa de fondo no había cambiado. Trabajo bien remunerado para todos, impuestos directos para muy pocos, e impuestos indirectos para la mayoría, siempre fue su norte. Una fórmula que una y otra vez le dio la espalda a la idea de que el régimen tributario puede y debe constituir un instrumento al servicio de la justicia social.

Historia conocida

Lo que sucedió después es una historia triste, pero conocida. En el último medio siglo, la Argentina se hundió en el barro. La sociedad salarial se contrajo. Hace décadas que nuestro anémico mercado de trabajo no es capaz de ofrecer puestos calificados y bien remunerados para todos. Más de un tercio de los asalariados se gana la vida en empleos informales (entre las mujeres, que perciben sueldos más bajos, ya sea formales o informales, el porcentaje es aún alto). A todo esto hay que agregar que, entre las nuevas generaciones, por buenas y malas razones, cobra vigor el deseo de explorar formas más libres de inserción laboral. Ni la realidad actual ni el horizonte hacia el que marcha el trabajo se asemejan al de los tiempos de Perón.

En estas circunstancias en las que la realización de la justicia social mediante la incorporación de toda la población trabajadora al empleo bien remunerado y en relación de dependencia se ha vuelto no solo una quimera sino también un objetivo anacrónico, la idea de que los altos salarios deben estar eximidos de impuestos choca con los principios que animan la formación de una sociedad capaz de asegurarle a todos sus ciudadanos un piso mínimo de prosperidad.

En nombre de la justicia social, el argumento según el cual “el salario no es ganancia” no hace más que disimular y encubrir un privilegio (un privilegio, agreguemos, eminentemente masculino).

En sus orígenes, el justicialismo hizo una valiosa contribución a la ampliación de la ciudadanía social, pero renunció a expandir la ciudadanía fiscal. Volver la atención sobre esa coyuntura que cristalizó un divorcio histórico entre las fuerzas políticas populares y la tributación progresista es algo más que un ejercicio nostálgico. Reflexionar sobre ese hito y su legado nos permite entender mejor las razones del fuerte arraigo social que tuvo y todavía posee un ideal de justicia fiscal que, tras el ocaso de la sociedad salarial, y con más de la mitad de la población argentina a la intemperie, se revela no sólo anacrónico sino también perjudicial.

Comprender es importante para cambiar. Y cambiar es imprescindible porque, en este país fracturado y sin rumbo, pero que aun así difícilmente renuncie a su vigorosa cultura de demanda sobre el Estado, necesitamos reformular y recrear la idea misma de ciudadanía fiscal. Sin revisar nuestras nociones al respecto no podremos tener servicios públicos de calidad para todos ni posibilidades ciertas de construir una macroeconomía estable y, por tanto, seguiremos sumando fracasos en el combate contra la pobreza y la desigualdad. Construir una cultura tributaria que se coloque en las antípodas del arcaico y perimido “el salario no es ganancia” es parte de este desafío.

Doctor en Historia

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/ideas/historia-de-un-desencuentro-peronismo-y-tributacion-progresista-nid30092023/

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