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La belleza de las cicatrices. El milenario arte japonés que expone las grietas

En uno de los estantes más altos del placar mi abuela guarda cosas sin uso y en perfecto estado, que incomprensiblemente ha decido no estrenar. Por ejemplo, hay lo que en su momento fue una caja d...

En uno de los estantes más altos del placar mi abuela guarda cosas sin uso y en perfecto estado, que incomprensiblemente ha decido no estrenar. Por ejemplo, hay lo que en su momento fue una caja de bombones entelada por fuera en terciopelo con tiras de pasamanería que la atraviesan, en la que atesora pañuelitos bordados a mano y otros con delicados encajes y puntillas que están tan almidonados que salen de la caja duros como un cartón.

Me gusta que la abra y me deje revisar los pañuelos de seda más grandes con paisajes y flores. También está esa otra caja en la que guarda restos de collares desarmados que hay que volver a enhebrar. Me deja combinar las cuentas de vidrio de colores en nuevos diseños, aunque opina que cada uno debería ir con su color original. No es una mujer muy flexible.

También está la caja de los mil y un botones (muchos más de los que una persona necesitará en una vida). Los hay de todos los colores y formas. Yo prefiero unos de nácar como pequeñas perlas barrocas. En ese estante guarda también (fuera de mi alcance supongo) una esfera de la porcelana más fina con pequeños agujeros y llena de lavandas que perfuma todo el lugar. Es un regalo que su hermana y sus sobrinos le han enviado desde Francia, el país en el que viven desde que se fueron de Polonia.

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No debe ser algo costoso, pero ella lo guarda como un tesoro. Probablemente sabe que jamás volverá a ver a su familia. O tal vez eso es algo que supe yo con los años. Viajó a Francia a rencontrarse con ellos después de las guerras y nunca más volvió. Siguieron cartas, postales y algunas fotos en blanco y negro que llegaban del otro lado del mar para ocasiones especiales como bautismos y casamientos.

Esa tarde decidí treparme por mi cuenta y manotear la bola de porcelana para oler su perfume a lavandas. Esperablemente se me resbaló de las manos y estalló en mil pedazos en el piso. Intuyendo el desastre, mi abuela entró a su cuarto y apenas cruzamos miradas; se dio media vuelta y enfiló hacia la cocina. Regresó con una pala, juntó los pedazos y se fue. Muda. Creo que fue la única vez en mi infancia que la vi enojada directamente conmigo.

El kintsugi es una milenaria técnica japonesa, más bien un arte, aplicado a la restauración de objetos rotos (principalmente de cerámica): se sellan las grietas con laca y luego se las decora con polvo de oro. Lejos de cubrir la falla, embellece la rotura y abraza la imperfección. La técnica se usa principalmente en piezas que han sido heredadas o aquellas que guardan un valor emocional para sus dueños.

La tradición puede rastrearse en el arte japonés hasta el período prehistórico Jomon, unos 14.500 años a.C., que coincide con el período neolítico en Europa y Asia, y termina en el 300 a.C. con el comienzo del período Yayoi.

Una vez que se rescatan los pedazos rotos, se hacen encajar las piezas como en un rompecabezas, se verifica que no haya trozos faltantes y se decide si se deja el hueco (como una suerte de ausencia) o se lo rellena. Para ligar una pieza con otra se utilizará una laca que en Japón es un bien preciado ya que se obtiene de los cortes hechos a un árbol; como la sangre, cuando ya no queda más savia ese árbol morirá y será talado, no sin antes agradecer a la naturaleza por ese regalo.

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La savia se trabaja cuidadosamente a mano y después de un largo proceso se obtiene el material necesario para el sellado de las grietas, que deberá secarse por completo y endurecerse antes de ser espolvoreado con oro. El polvo de oro resalta la fractura como parte importante de la historia del objeto, convirtiéndolo en algo nuevo para ser reutilizado y preservado por un largo tiempo más, símbolo de fragilidad, fortaleza y belleza. Todo el proceso de restauración puede llevar hasta tres meses y, una vez concluido, la parte fracturada podrá seguirse como un sendero de oro convirtiéndose en un paisaje en sí misma.

Muchos ven en el kintsugi una gran metáfora de la vida donde nada está realmente roto y sin arreglo. En el corazón de esta práctica yace una filosofía muy arraigada a la cultura japonesa, el Wabi-sabi que a su vez abraza la imperfección, la transitoriedad y la belleza del envejecimiento, más allá de los objetos, concentrándose en la misma naturaleza fugaz de la vida.

La primera vez que leí acerca del kintsugi recordé inmediatamente el incidente de la bola perfumada que estalló en pedazos sobre el piso de madera del cuarto de mi abuela.

Me pregunto si no hubiese sido una buena idea recogerlos, sentarnos juntas a recomponer la esfera original (con lo difícil que hubiese sido) y sellar las grietas con una laca milenaria y polvo de oro. Seguramente yo me hubiese quedado con esa esfera imperfecta y la hubiese lucido sobre una biblioteca como una pequeña herencia, como el recordatorio de que las grietas se sellan y lo nuevo puede no ser perfecto y está bien que así sea.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/salud/la-belleza-de-las-cicatrices-el-milenario-arte-japones-que-expone-las-grietas-nid20102023/

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