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Privación de libertad en democracia

Desde antaño la filosofía política se plantea la relación entre Estado y libertad. Aún antes del advenimiento de la democracia, Spinoza en su Tratado teológico político es quien mejor descri...

Desde antaño la filosofía política se plantea la relación entre Estado y libertad. Aún antes del advenimiento de la democracia, Spinoza en su Tratado teológico político es quien mejor describe esta relación: “El fin del Estado no es convertir a los hombres de seres racionales en bestias o autómatas, sino lograr más bien que su alma y su cuerpo desempeñen sus funciones con seguridad, y que ellos se sirvan de su razón libre y que no se combatan con odios, iras o engaños, ni se ataquen con perversas intenciones. El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad”. La expectativa actual, al menos en el mundo occidental, es que la democracia es el mejor sistema para alcanzar dichos objetivos del Estado.

En diciembre se celebrará el 40º aniversario de una democracia ininterrumpida. Quién no se emocionó con las palabras de Alfonsín en su discurso inaugural: “Con la democracia se come, se cura y se educa”. 40 años después y con un 40% de pobreza, nos encontramos con un imparable aumento en la cantidad de compatriotas que no comen, no se curan ni se educan. Esto cercena el espacio de la libertad para vastos segmentos de la población, entre los que se encuentra más de la mitad de los jóvenes. El premio Nobel de Economía Amartya Sen en Desarrollo y libertad describe brillantemente en qué consiste la privación de la libertad: “El desarrollo exige la eliminación de las principales fuentes de privación de libertad: la pobreza y la tiranía, la escasez de oportunidades económicas y las privaciones sociales sistemáticas, el abandono en que pueden encontrarse los servicios públicos y la intolerancia o el exceso de intervención de los Estados represivos”.

La restauración democrática fue un hecho auspicioso que, sin embargo, se montaba sobre un Estado cuyo diseño priorizaba desde antaño la defensa de intereses corporativos por sobre los del bien común. Las políticas públicas de la naciente democracia estaban a merced de un Estado incapaz de implementarlas, subsistiendo dicha limitación hasta nuestros días. El fracaso de estas políticas llevó a un incremento desmesurado en los planes de ayuda social sin que hubiese una contrapartida en el desarrollo. Una maraña de intereses y políticas prebendarias conllevaron a un agigantamiento del Estado sin contraprestación de servicios y mejoras de la productividad de la infraestructura física y social.

En el nuevo milenio el gasto público creció un 50% como porcentaje del PBI, llegando a niveles muy superiores a los de otros países de comparable estado de desarrollo. La falta de sustentabilidad de este Estado aumentado se manifiesta en la virtual quiebra del crédito público. De tal manera, la carga fiscal creciente impulsa la informalidad y ahoga impositivamente al sector formal. El resultado es una caída de la productividad media de la economía y una pérdida de competitividad internacional. Esto trajo la caída de los salarios reales, derivando en un aumento de la pobreza estructural –aún en los sectores formalizados– mientras que la inviabilidad del Estado compromete la sustentabilidad de los mismos planes sociales.

Los desequilibrios de la balanza de pagos y del presupuesto, producto de un Estado no financiable, dinamitan la posibilidad de contar con una moneda estable. Esto implica no solo un elevado impuesto inflacionario sobre los más vulnerables, sino también la destrucción de la unidad de cuenta del dinero, con enormes consecuencias adversas en la asignación de recursos y en la inversión en general.

El glosario de leyes, decretos y reglamentaciones con que contamos hoy en los tres niveles del Estado –nacional, provincial y municipal– genera transferencias intersectoriales siderales que no responden a ningún criterio racional de asignación de recursos. Entre otras causas, porque no existe un acuerdo acerca del diseño de un Estado democrático que arbitre intereses conflictivos entre particulares y de estos con el Estado mismo. Menos aún logra desterrar de manera estructural la corrupción que anida en sus distintos estamentos.

En este contexto resulta imperativo rediseñar el Estado, lo cual solo se logrará por medio de acuerdos interpartidarios que impliquen que cada parte ceda algo en el presente a fin de lograr una mejora del bienestar general en el futuro. A tal fin, se pueden tomar en cuenta las experiencias de países (aun de la región) que lograron preservar no solo el valor de su moneda, sino también fortalecer sus instituciones sociales y a la vez crear condiciones de funcionamiento para una economía moderna, innovadora e integrada al mundo.

Resultaría deseable, por lo tanto, que se haga un análisis profundo sobre el tipo de Estado que la democracia heredó, con su estructural imposibilidad de combatir la pobreza, al no ser capaz de crear las oportunidades indispensables para facilitar la movilidad social. Nos encontramos conviviendo desde hace ya mucho tiempo con esta grave privación de libertad, en que casi la mitad de la población vive desamparada por un Estado que cumple con todos los rituales de la democracia, pero que no brinda las condiciones para vivir con dignidad.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/privacion-de-libertad-en-democracia-nid09062023/

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