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Refundación del Estado

El populismo ha instalado en la Argentina una visión, una razón de ser del Estado que no admite fisuras: el Estado es un valor en sí mismo; un actor esencial de la vida comunitaria, cuya sola ex...

El populismo ha instalado en la Argentina una visión, una razón de ser del Estado que no admite fisuras: el Estado es un valor en sí mismo; un actor esencial de la vida comunitaria, cuya sola existencia es necesaria para sostener múltiples virtudes trascendentes, entre ellas, los derechos humanos más básicos que aseguran la justicia social, compensar la vocación egoísta de los más ricos y promover un desarrollo equilibrado en todos los campos. Es tal su importancia política que, en el catecismo populista, el Estado tiene sobre todo un valor simbólico ideológico: cualquier cosa que haga representa los valores progresistas, y no tiene obligación de rendir cuentas.

El daño que ha producido esta visión y su ejecución concreta para nuestra sociedad ha sido estructural, excediendo los efectos económicos coyunturales para impactar en temas básicos de la organización social. Baste considerar el nivel de atraso y pobreza que ha generado la supresión, en la acción del Estado, de conceptos críticos para la acción de los bienes públicos, como estabilidad, inversión, calidad y productividad, que no solo no figuran en el vocabulario kirchnerista, sino que han sido específicamente excluidos de los fundamentos e incentivos del gasto estatal con los resultados que conocemos.

En la lista de fracasos, debemos agregar que una de las funciones principales del Estado es compensar las faltas de oportunidades de los más débiles, brindándoles acceso a recursos, pero sobre todo a derechos. La falta de criterios objetivos de eficacia y la politización de los temas críticos, como educación, trabajo de calidad, salud, etcétera, se integra con una compleja trama de corporaciones que se promocionan como los ejecutores de su rol protector; pero la evidencia concreta es que tales corporaciones han priorizado sus privilegios por encima del papel promotor para el que se supone existen. De tal modo, el Estado se convierte en un ente aislado del resto de la sociedad, en lugar de garantizar la prestación de servicios que es la razón de su existencia. El resultado es que no solo no hay una mejora directa en la situación de los más pobres, sino que se ha profundizado la inequidad.

Para el populismo, la respuesta a la sociedad dual que ha generado son las transferencias de dinero, que obviamente se convierten en herramientas de la política partidaria. Pero –además de su vicio ético– ya no alcanzan para asegurar un futuro a las personas más pobres. Si vemos los resultados, pareciera a veces que una sociedad dual es funcional a la construcción de la alternativa populista, porque en una sociedad homogénea hay menos razones para mantener la protesta y el conflicto de clases.

El Estado también ha fracasado en su responsabilidad de promoción del desarrollo a través de la definición de prioridades, incentivos e infraestructura, contribuyendo de tal manera al empobrecimiento general de la sociedad. La inexistencia de una visión ordenada del largo plazo y de las interacciones entre estas dimensiones ha hecho que –sumada a otros intereses corporativos políticos y privados– la Argentina no cuente con una perspectiva estructural del desarrollo que promueva escenarios virtuosos para el crecimiento complejo. Ha fracasado también en el diseño e implementación de políticas de desarrollo científico y promoción de la innovación; y claramente no está en condiciones de ser gestor de un modelo alternativo en el que se priorice una dinámica de desarrollo local basado en las redes, las interacciones y en general en cualquier política que exija planificación, complejidad y capacidad de control y corrección.

Para cambiar esta situación es ya obvio que la salida sustentable de largo plazo exige equilibrio fiscal. No solamente no tenemos más acceso a fuentes de financiamiento que permitan sostener este nivel de despilfarro, sino que ordenar el gasto será una señal de la capacidad política del gobierno para asegurar estabilidad –y por tanto crecimiento– en el largo plazo. Pero la acción tiene que ser mucho más profunda. Para que el cambio sea definitivo, debemos comenzar instalando con fuerza una discusión acerca de la razón de ser del Estado y los principios que deben guiarlo, de modo de romper con ideas que se suponen intocables y que justifican las decisiones políticas que por décadas ha logrado imponer el populismo. Y hacerlo, de modo que esta mirada alternativa se instale en la opinión pública como una opción ética de la política, poniendo en el centro del discurso alternativo el desarrollo integral, la incorporación de los más pobres a la vida comunitaria, la igualación de las oportunidades y el acceso a las herramientas imprescindibles para ello. No hay ninguna razón para que quienes son los principales responsables del desastre social que vivimos se queden con este espacio discursivo y operativo. La diferencia es que el populismo habla, pero hace lo contrario. Y debemos decirlo y hacer, comenzando por cuestionar que el Estado sea un valor en sí mismo, más allá de los resultados que logre; plantear claramente que los derechos de los ciudadanos –en especial los más débiles– son más importantes que los de las burocracias; instalar la rendición sistemática de cuentas como un deber irrenunciable de cualquier gasto público. Se trata de instalar una cultura alternativa a la que ha dominado nuestra Argentina por décadas con pésimos resultados económicos y sociales.

Y no es una discusión puramente ideológica. En el mundo desarrollado es impensable un Estado aislado de la sociedad; y en nuestro continente aun los movimientos políticos de izquierda asumieron plenamente los valores positivos que defendemos, concretados en programas sociales de avanzada. Ideas como control social y político de las inversiones y evaluación permanente de impacto son parte de la vida cotidiana de los sistemas políticos exitosos.

Con este sustento conceptual y político hemos de avanzar en un cuerpo legislativo que ponga límites cualitativos y operativos a la autonomía absoluta del aparato estatal, estableciendo la obligación de transparencia y pertinencia del gasto; de registro de beneficiarios de todo tipo y sobre todo la legislación y práctica sobre regímenes laborales que hoy son generadores de inequidad, llegando incluso hasta los modos de capacitación y carrera de las instituciones estatales.

Estas obligaciones de transparencia han de alcanzar a campos que se suponen intocables, como la universidad y los organismos científicos; las políticas ambientales y muchas otras que se autoproclaman totalmente autónomas.

Es obvio que no es una tarea simple porque colisiona con la cultura y la práctica de políticas territoriales, para las que el abuso discrecional de los recursos públicos es una herramienta esencial de su misma existencia. Pero hay múltiples mecanismos para avanzar en este cambio. El primero es un acuerdo político que asegure no solo la aprobación de leyes, sino que dé una señal muy clara acerca de su permanencia en el tiempo. No es cierto que no haya espacios para el consenso. En todos los niveles políticos existen dirigentes que no solo quieren, sino que necesitan poder administrar mejor sus recursos; no lo pueden hacer por la intromisión de múltiples corporaciones, y son conscientes que de tal manera su capacidad de desarrollo tiene un techo muy bajo y que tienen un espacio de crecimiento político asociado a una mejor administración.

Se debe también romper el aislamiento del sistema público promoviendo el involucramiento de los actores sociales en este proceso de refundación. Así como han aparecido los movimientos de padres por la educación, es posible impulsar otros ámbitos de participación para que los usuarios de los servicios estatales y los ciudadanos en general hagan sentir su voz y exijan el respeto a sus derechos; entre los que la buena administración de los recursos públicos tiene un lugar prioritario.

El Estado nacional tiene múltiples herramientas para inducir cambios en los niveles subnacionales, desde las transferencias habituales hasta el financiamiento multilateral, en los que se impongan condiciones de administración responsable.

En síntesis, para el tiempo nuevo que se aproxima, también necesitamos un Estado nuevo, que responda a las necesidades de los ciudadanos, antes que a las de los aparatos políticos y burocráticos que lo han sostenido durante décadas, con resultados desastrosos. Es una tarea apasionante.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/refundacion-del-estado-nid05072023/

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