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Silvio Berlusconi, el macho latino al que muchos odiaron amar

Los obituarios de Silvio Berlusconi en la pren...

Los obituarios de Silvio Berlusconi en la prensa mundial recorrieron profusamente la biografía de uno de los hombres más ricos y poderosos de esta época. Pero elevarlo a la excepcionalidad omite cuánto de la sociedad de su tiempo representa Berlusconi.

La teoría conspirativa sostiene que fue un magnate que compró medios para engatusar a todo un país desde la televisión que desde entonces se presume con poder absoluto. Pero el Berlusconi que se estrenó en 1994 duró apenas un año en el gobierno. Fue en este siglo, cuando la TV estaba perdiendo la centralidad en la vida pública, en el que fue dos veces primer ministro; dos, senador; tres, diputado.

La lógica llana muestra que su poder no devino de la televisión, sino que de ella aprendió a medir el humor social minuto a minuto y ofrecerle el programa que más se le parezca. Sea un reality show en las empresas del grupo Mediaset. Sea un programa de gobierno para encender de pasiones un país que se sentía en las divisiones inferiores y necesitaba gritar triunfos como los que Berlusconi consiguió para su equipo de fútbol. Esa lectura sagaz de su tiempo puede desdoblarse en estilismo, espectáculo y escándalo, como receta de éxito para negocios y política, que en la hoja de vida de Berlusconi no tienen diferencia.

El eslogan de Trump “Volvamos a hacer América grande otra vez” podría aplicar a la política de Berlusconi de recuperar aquellos valores de altri tempi, cuando compartía con Vittorio Gassman juventud y ese arquetipo del fanfarrón y mujeriego que dejó a la posteridad ese Bruno de la película Il Sorpasso (1962)

Si “lo personal es político”, nadie encarnó mejor ese principio que este galán que en sus inicios de animador de cruceros podría pasar por Dean Martin, en su madurez, por Robert Duval y hacia el final de sus días solo se parecía a sí mismo. Esa estatua de cera en que convirtió su estampa a fuerza de intervenciones estéticas es un rasgo de poder porque confirma que no hay quien se anime a decirles lo feos que se ven en la imagen que eligieron para esculpirse.

Solo un séquito de obsecuentes puede explicar semejante colección de mamarrachos en que se convierten tantos líderes contemporáneos. Nada relaciona más a Donald Trump con Silvio Berlusconi que el exceso de maquillaje y el tinte de una cabellera que pretende una juventud que los rostros desmienten.

Como Hugh Heffner, rodearse de jóvenes de belleza fulgurante es su forma de desmentir el deterioro inevitable de la vida. Sin embargo, sus parejas se convierten en su retrato de Dorian Gray, que cada vez son más jóvenes cuanto más ellos envejecen. En esas costumbres siguen la tradición de Carlos Menem y, antes, Juan Domingo Perón, otro conquistador compulsivo de jovencitas y de la clase que quería ser media. Que viene a conformar los nuevos desclasados del dos mil.

El eslogan de Trump “Volvamos a hacer América grande otra vez” podría aplicar a la política de Berlusconi de recuperar aquellos valores de altri tempi, cuando compartía con Vittorio Gassman juventud y ese arquetipo del fanfarrón y mujeriego que dejó a la posteridad ese Bruno de la película Il Sorpasso (1962).

Sobrepaso es la traducción literal al español de la metáfora que en la película se escenificaba con un fanfarrón que adelantaba temerariamente al que se le cruzara en la ruta. “No hay que pararse nunca” le dice a su forzado compañero de jornada (Jean-Louis Trintignant). El aspirante a abogado de pronto se ve empujado a distracciones que no buscaba, montado en un descapotable destartalado que porta chapa de Camera dei Deputati como salvoconducto para disuadir a la policía.

El ventajismo es más peligroso para la política que el espectáculo y Berlusconi supo exhibirlo con menos pudor que sus contemporáneos. El profesor de economía Stefano Visintin, de la Universidad Camilo José Cela, recuerda la irrupción de Berlusconi en su juventud en Italia: “Al más listo de los listos lo hicimos presidente”. Su observación confirma que es fácil decir que Berlusconi transformó la política italiana, aunque es probable que apenas la personificara. Visintin reflexiona que “Tristemente encarnaba lo que sería el italiano medio. ¿Qué haría el italiano medio si fuera millonario? Pues tendría un equipo de fútbol, como él tenía. Estaría con muchísimas mujeres, como Berlusconi. Organizaría fiestas y estaría siempre en el centro de la atención. Sería el más simpático de la mesa, el más bromista, el que se llevara a la cama a la más guapa.”

Mientras el marketing político intenta homogeneizar en imágenes impecables las candidaturas políticas, Berlusconi crecía en simpatía popular en la medida en que renegaba de las recetas y mostraba empatía con el vulgo. Y ahí también encontró la clave de su éxito empresario, el emporio de la telerrealidad para el que el exhíbete sin pudor es su principal regla.

Al revés de lo que dice esa letra de rock aclamada por selectas minorías de que “el lujo es vulgaridad”, Berlusconi demostró que amplias mayorías admiran la vulgaridad del lujo que ostentan los ricos y famosos. En una televisión europea tan correctísima como insulsa, su concepto de entretenimiento desafió a la poderosa RAI con sus mamachicho, señoritas lustrosas y abundantes, al estilo de las que por aquellos locos años Gerardo Sofovich directamente llevó a la televisión pública argentina. Este destape de la televisión no adquirió el rango cultural del ya mítico destape español, que eligió el género más culto del cine para expresarse.

Mientras el marketing político intenta homogeneizar en imágenes impecables las candidaturas políticas, Berlusconi crecía en simpatía popular en la medida en que renegaba de las recetas y mostraba empatía con el vulgo. Y ahí también encontró la clave de su éxito empresario, el emporio de la telerrealidad para el que el exhíbete sin pudor es su principal regla

Esta semana, la izquierda desempolvó su tonta letanía del poder mediático. Pablo Iglesias, desde su multimedio de dimensiones Lego, homenajeó a Berlusconi como ejemplo del servicio que los medios prestaban a la política y de lo necesario que era para las izquierdas emular ese modelo que, según explicó en su programa La Base, tan bien maneja la derecha. Como hicieron sus maestros del socialismo del siglo XXI, justifican su vocación de presentador de televisión en una “batalla mediática”.

El gran encantador

La televisión es una industria que vive de la preferencia popular. Decir que Berlusconi inventó una época es engrandecerlo demasiado. Su mérito fue aprovecharse de ella como tantos demagogos de las modestas aspiraciones de las audiencias de masas. Elevar su éxito político y empresarial a “batalla cultural” es darle a la demagogia populista un rango bélico que no tiene, porque su objetivo es el contrario: seducir, encantar a la mayor cantidad de personas.

El fenómeno Mediaset no se explica porque convenció a la gente de ver sus programas, sino que triunfó porque supo atender una demanda subestimada. “La televisión nació en los sesenta siendo entretenimiento” recuerda Marcos Gorbán, consultor global de programas de televisión. Justo adonde la volvió Berlusconi, que por ser un profesional de la publicidad conocía el valor de atender los gustos populares para alcanzar el éxito. “La televisión no hace a la sociedad, es parte de ella”, explica Gorbán.

El emporio Berlusconi es lo opuesto de una cadena de bajada política, como hicieron los que pretenden combatirla desde los populismos de izquierda. Es tertulia continuada y de franquicias de telerrealidad. Gran Hermano, Supervivientes, La isla de la tentación, son sus insignias internacionales. Y su creación de exportación es Uomini e Donne, un programa de citas que empezó en 1996, mucho antes que Tinder y que ocupa el horario central español con First Dates. Es televisión hecha con sus televidentes, amasada con emociones primarias desde mucho antes que los consultores políticos las incorporaran en los powerpoints que usan para vender campañas.

A una frase que se repite bastante en la televisión, de que a la audiencia hay que hablarle como a criaturas de doce años, Berlusconi le agregó la idea de que mejor si se piensa en las que se sientan en las últimas filas de la clase. O en la elementalidad de un hincha de fútbol, como aprendió en la prolongada presidencia del AC Milan, entre 1986 y 2017, lapso en el que conquistó 26 títulos. La política futbolística tiene la impronta italiana, del barrabravismo y el festejo agónico. De donde se sigue una vida encharcada en la corrupción y el escándalo.

Más que estirpe, se trata de una generación de políticos pragmáticos, que le dieron al populismo la definición más sintética: liderazgo basado en promesas de soluciones sencillas a problemas complejos. Todos son hábiles encantadores, vendedores de telecompras de esos que prometen hacer ejercicio sin moverse del sillón.

Italia es el país que popularizó eso de llamar dottore a cualquiera que camine con traje y corbata. Esa tierra otorgó el título de cavalliere dei poppolo que combina nobleza con vulgo. Ahora todos están endilgándole la paternidad de Donald Trump. Yo misma hace unos años en el ensayo Política pop: de líderes populistas a telepresidentes le endilgué a Álvaro Uribe y a los herederos que le salieron por izquierda Hugo Chávez, Rafael Correa, Cristina Fernández, Evo Morales.

Más que estirpe, se trata de una generación de políticos pragmáticos, que le dieron al populismo la definición más sintética: liderazgo basado en promesas de soluciones sencillas a problemas complejos. Todos son hábiles encantadores, vendedores de telecompras de esos que prometen hacer ejercicio sin moverse del sillón. Es la generación que dio el mejor eslogan político jamás pensado, que registraron los telepastores pero que está presente en la base de sus promesas políticas: “Deje de sufrir”.

Dentro del pragmatismo está la máxima de Néstor Kirchner de “Para hacer política hay que tener dinero” que en Berlusconi era exactamente la contraria: hay que hacer política para no perderlo. Es regla principal del manual populista oponer la razón del pueblo a la lógica legalista: Berlusconi se arrogaba la representación de la Italia real contra la legal. “Mucho antes de que Trump gritara “cacería de brujas” y tachara de “psicópata” al fiscal del distrito de Manhattan, Berlusconi denunciaba el complot comunista de los jueces de “toga roja” que se habían propuesto destruirlo”, escribió Mattia Ferraresi en The New York Times.

Silvio fue el primer outsider de la política que consolida su figura despreciando a la casta, palabra fetiche de los candidatos que juntan votos apretando el botón de la indignación. Berlusconi hizo de la desconfianza su mejor estrategia política, como su estimado Vladlimir Putin que lo despidió oficialmente como “un sabio amigo”.

Obligada relectura es el obituario anticipado que Umberto Eco dejó en A paso de cangrejo, compilación de artículos publicados entre 2000 y 2006, zenit de la carrera política de Berlusconi. Y de sus némesis en América Latina. A partir de ahí, los escándalos sexuales y el divorcio millonario de Verónica Lario, que antes que esposa fue amante en el matrimonio que venía de la época de Il sorpasso. En una columna de 2009 para L’Espresso, Eco recordó el espejo que nos opone Berlusconi: “La historia es rica en hombres aventureros, no faltos de carisma, con escaso sentido del Estado pero con un sentido altísimo de sus propios intereses, que deseaban instaurar un poder personal, pasando por encima de parlamentos, magistraturas y constituciones, distribuyendo favores entre sus cortesanos y (en ocasiones) entre sus cortesanas”. Quien fue su más obstinado crítico recuerda que “¿Cuando la sociedad se lo permite, por qué tomarla con ellos y no con la sociedad que les ha dejado actuar?”. Aunque insistamos en poner a los Berlusconi de la vida y a la televisión como causas de todos los males, deberíamos probar cómo nos va pensándolos como circunstancias.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/silvio-berlusconi-el-macho-latino-al-que-muchos-odiaron-amar-nid18062023/

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