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Un atentado impune. Tras el ataque, el dolor y una investigación infructuosa

Este es un extracto editado de “The AMIA Bombing”, un trabajo que el autor publicó en el último número de la revista The Jewish Quarterly (...

Este es un extracto editado de “The AMIA Bombing”, un trabajo que el autor publicó en el último número de la revista The Jewish Quarterly (https://jewishquarterly.com/). Se completa con dos entregas más que se publicarán en las dos semanas venideras.

1 La calle Pasteur era un abismo. Sangre, pánico, gritos. El edificio de siete pisos de la AMIA se había venido abajo con un sonido atronador y había unas 120 personas trabajando adentro. Era el 18 de julio de 1994: una fecha que nunca olvidaremos. Al final de ese día, los paramédicos contaron 26 muertos y 146 heridos. Apenas ocurrido el atentado y sobre las ruinas, cientos de personas intentaban ayudar en el rescate. A las 10.30, un socorrista con un megáfono dijo: “¡Cuando levantamos los brazos, nos callamos todos… Si no, va a ser imposible hacer algo por los que están atrapados!”. Juan José Galeano, el juez federal a quien acababan de adjudicarle el caso, llegó a la cuadra junto a la secretaria de su juzgado y a dos jefes policiales. Lo primero que vio fueron cadáveres apilados en una esquina. Era todo caos, y luego de horas la policía logró organizar el trabajo con los paramédicos y los rescatistas. Los peritos, por su parte, descartaron rápidamente una explosión de gas: a través de los destrozos de los edificios y de los autos, intuyeron un atentado terrorista.

Sospechaban que se trataba de una camioneta Renault Trafic porque en la escena de la masacre se había hallado una puerta con un rombo. Del conductor suicida no habían quedado restos

El juez Galeano se dirigió a la morgue a través de una ciudad semivacía, como de pesadilla. Era ya de noche y el edificio de la morgue se veía convulsionado, con ambulancias que llegaban y que partían. En medio de todo eso, el juez recorrió las salas. Los médicos habían separado los cadáveres que mostraban evidencias de un coche-bomba. Esa hipótesis se convirtió en la principal hipótesis. En el tórax del portero de un edificio había quedado incrustado un amortiguador. Otra de las víctimas había sido atravesada por una barra de dirección. Sospechaban que se trataba de una camioneta Renault Trafic porque en la escena de la masacre se había hallado una puerta con un rombo. Del conductor suicida no habían quedado restos.

Al día siguiente del ataque –el martes– llegaron los rescatistas israelíes. El presidente Carlos Menem había hablado con el primer ministro israelí Yitzhak Rabin y había estado de acuerdo en recibirlos. El entonces subsecretario israelí de Asuntos Latinoamericanos, Dov Schmorak, que vino con ellos, se reunió con Menem el miércoles y le explicó la hipótesis de Israel: era una obra del terrorismo islámico con apoyo local. Y, por cierto, era el ataque más grande contra los judíos desde la Segunda Guerra Mundial. Por terrorismo islámico pensaban en Hezbollah, en Jihad Islámica, pensaban en Irán. Pero nadie se había adjudicado nada.

Mientras Schmorak y Menem hablaban, el jefe de los rescatistas israelíes llegó a la cuadra de Pasteur. “¿Cuál es el sentido de circulación de la calle?”, le preguntó al juez Galeano. Después de la respuesta, señaló un montón de rocas: “Más o menos por ahí debe estar el motor del coche-bomba”.

2 Los días pasaban en confusión: ya era viernes. En una primera reunión, los agentes de la SIDE exhibieron un video sobre terrorismo ante el juez, algunos funcionarios del juzgado y dos jefes policiales. Galeano creía que la colaboración de la Secretaría de Inteligencia era indispensable. Los espías infiltran células terroristas, comparten y compran información con sus colegas, escuchan, saben. Pero también te venden y te traicionan. Ahora estaban a punto de empezar el juego.

Uno de los jefes de la Secretaría se acercó al juez: la Embajada de Venezuela había informado que había un testigo relevante. Era urgente ir a verlo.

Moatamer, el testigo, contó que Irán había montado una red de inteligencia con miembros de Hezbollah en sus embajadas

Al día siguiente –el sábado–, Galeano, dos fiscales, una de las secretarias del juzgado, dos jefes policiales y algunos funcionarios de la SIDE y de la cancillería abordaron el avión presidencial Tango-04. Destino: Caracas. En la Embajada de Argentina los esperaba un hombre nervioso llamado Manuchehr Moatamer.

“Este hombre venía escapando de un intento de secuestro que le habían hecho los iraníes en Venezuela”, me dice ahora Eamon Mullen, uno de aquellos dos fiscales que viajaron con Galeano. Hace varios años que Mullen ya no es un fiscal (está esperando el resultado de su apelación a una sentencia condenatoria –por el caso AMIA– que él considera injusta) y esta es la primera vez que da una entrevista a fondo. “Es necesario que se sepa la verdad”, me dice.

Moatamer, el testigo, contó que Irán había montado una red de inteligencia con miembros de Hezbollah en sus embajadas. Él había recibido instrucciones para luchar contra el sionismo y el imperialismo, y conoció campos de entrenamiento donde aprendió a utilizar armas y explosivos. Pero en un momento se dio vuelta y dejó de ser confiable: escapando hacia Estados Unidos recibió protección del ACNUR. “Moatamer dijo que el atentado se había planeado en Irán y que lo había hecho Hezbollah”, me dice Mullen. De hecho, ese mismo sábado, un frente llamado Ansar Allah se adjudicó el ataque. Aparentemente, fue una venganza por una operación israelí en Líbano que había dejado 50 muertos en un campamento de Hezbollah. Pero Hezbollah no solía asumir la responsabilidad de sus ataques, por eso la firma fue de Ansar Allah, una especie de organización de fachada. Moatamer dio los nombres de los primeros sospechosos iraníes. “Los atentados se produjeron en la Argentina, pero son para Israel o para Estados Unidos”, dijo después de varias horas, quebrando el silencio de la noche de Caracas.

3 Miércoles, 27 de julio de 1994. El Aeroparque Jorge Newbery lucía vacío y un hombre que acababa de regresar de Posadas esperaba en el hall con el rostro marcado por la duda. Le decían el Enano o el Petiso. Los que no lo querían le decían el Sapo. Se llamaba Carlos Telleldín y su nombre había sido escrito algunas veces en expedientes judiciales. A los 18 años –luego de una breve temporada como aprendiz en el servicio de inteligencia de la policía de la provincia de Córdoba– había abierto, con la ayuda de su padre –un jefe policial–, su primer local de venta de autos usados. Ahora Telleldín tenía 33 años, seguía en el negocio y acababa de vender el coche-bomba. Una bomba que resultó ser, como todos pensaban, una Renault Trafic cargada con 300 kilos de amonal: nitrato de amonio, aluminio, un detonador y tierra para dirigir la onda expansiva.

Cuánto sabe, cuánto ignora, cuánto oculta y cuánto coopera Telleldín son preguntas que han desvelado a quienes lo investigaron

Telleldín empezó a conocerse con los agentes de la SIDE esos días. El martes 26 de julio, después de que los israelíes hubieran encontrado el motor del coche-bomba, el cerco se cerró sobre él y –temiendo además una agresión de la policía bonaerense por una extorsión que le venían haciendo sobre sus negocios– se fue de la ciudad. Cuando los agentes de la Policía Federal y los de la SIDE lo buscaron en su casa, encontraron que la esposa de Telleldín y sus tres hijos ya habían dejado entrar a dos policías bonaerenses a los que nadie había llamado. (En la versión de Telleldín, estos policías llegaron después y él mismo solo se enteró de que había vendido la Trafic cuando llamó a su casa el miércoles a la mañana desde Posadas.) Al hablar por teléfono con un agente de la SIDE apostado en su casa, que le dio garantías para que se entregara, Telleldín decidió regresar a Buenos Aires.

Aunque el hombre le prometió que sus colegas iban estar en el aeropuerto, ahora no había nadie. El hall estaba vacío. Telleldín volvió a llamar a su casa desde un teléfono público: “Los estoy esperando, ¿no era que me iban a venir a buscar?”. Finalmente fue detenido por policías federales.

Esa misma noche se convirtió en el sospechoso más intrigante del caso. Lo fue durante años. Se lo acusó de ser partícipe del atentado y de conocer el uso que se le iba a dar a la camioneta. Él lo negó. Cuánto sabe, cuánto ignora, cuánto oculta y cuánto coopera son preguntas que han desvelado a quienes lo investigaron. Pero Telleldín –el hijo del jefe de inteligencia– parece haber sido más astuto que todos. Telleldín fue juzgado dos veces y dos veces fue absuelto: nadie pudo probar que conociera al comprador de la Trafic y que supiera que el destino de la camioneta era la explosión. Convenció a nueve jueces –incluidos tres de un tribunal superior que analizó una apelación en su contra–, y aún así todavía hoy es una pieza enigmática.

En su libro Caso AMIA. La gran mentira, de 2004, Telleldín se queja de que el juez Galeano “inventó una frase famosa, un caballito de batalla que utilizó durante todo el tiempo no solo él sino también las querellas y los fiscales”. La frase es: “Telleldín sabe más de lo que dice”.

4 El edificio de la AMIA estaba en refacción el día del ataque. Andrés Malamud, el arquitecto a cargo, llevaba 6000 dólares en el bolsillo para pagarles a los albañiles, pero cuando apareció su cadáver entre los escombros alguien se robó el dinero. Un tío arquitecto lo había inspirado a elegir esa profesión. Deportista, hombre de familia, obsesivo: su viuda, Diana Wassner (de Memoria Activa), sonríe con melancolía al recordarlo. Cuando le pregunto cómo era, lo primero que me dice es: “Era joven”.

El jueves 21 de julio una marcha con 150.000 personas se reunió bajo una llovizna y frente al Congreso de la Nación para repudiar al terrorismo. Desde aquellos primeros días, no se le perdonó a Menem el desgano del Estado para evitar este segundo ataque terrorista. El presidente comenzó ser visto como un cómplice por acción u omisión. “En ningún momento amagó siquiera a contribuir a que los familiares de las víctimas y la sociedad supiesen la verdad”, se lee en un tuit de Memoria Activa publicado cuando falleció, en 2021. Menem fue juzgado por encubrimiento (la sospecha era que había evitado que se investiguen algunas pistas), pero fue absuelto en 2019. “Así, Menem murió tal como vivió: impune”, concluye el tuit.

Un año y medio después de ese tuit, Carlos Vladimiro Corach, uno de los ministros más activos de Menem, me explica que en 1994 la Argentina era un país en el que nunca habían ocurrido estas cosas y donde nadie tenía experiencia para tratar con terroristas. Sin embargo, esto no es del todo cierto. La Argentina ya había sufrido el ataque a la embajada de Israel, cometido en 1992, posiblemente por las mismas personas.

Corach fue nombrado ministro del Interior –y por lo tanto jefe de la policía– el 5 de enero de 1995. En ese momento era la sombra que nunca abandonaba al presidente. En el momento de esta entrevista tiene 87 años y no ha perdido la astucia en sus ojos, que van y vienen a cada rato. “Que nosotros quisiéramos encubrir es una estupidez”, me dice. “¿En qué se beneficiaba el gobierno encubriendo un crimen de este tipo? Al contrario. Nuestro gobierno tenía las mejores relaciones con el Estado de Israel”. Arremete y, como si todas las sospechas fueran fábulas infantiles, desliza con un tono amable: “Nada hubiera sido más beneficioso y triunfal para el gobierno que descubrir algo sobre ese tema. ¿Qué otra cosa más impactante podía ofrecer el gobierno? Hubiera sido una gloria”.

Pero ¿de qué acusaban exactamente al presidente Menem? En líneas generales se lo acusó de impedir que se avanzara sobre una pista distinta de la de los diplomáticos iraníes: la pista siria. Sin embargo, un tribunal lo absolvió y Galeano niega haber sido presionado para no investigar. La pista siria incluye un volquete de escombros estacionado en la puerta de la AMIA: es la pieza maldita de este rompecabezas. Se afirma en esta pista que hubo dos explosiones. La primera fue en el volquete, y ésta provocó otra adentro del edificio.

¿Por qué el presidente Menem habría querido eliminar la pista siria? No para salvar a su amigo Kanoore Edul, uno de los involucrados en esta pista, de quien, de hecho, terminó distanciado. En cambio, según el libro Brindando sobre los escombros, de Horacio Lutzky, en 1988 Menem recibió más de 40 millones de dólares desde Medio Oriente por futuros apoyos comerciales y militares… pero luego se asoció a Estados Unidos y al olvidarse de todo eso, abrió una caja de Pandora.

5 En su primera resolución, el juez Galeano señaló que el ataque había sido cometido con una Renault Trafic con amonal como explosivo. Describió que Hezbollah organizaba sus ataques en el exterior, procesó a Carlos Telleldín por encubrimiento y pidió la captura internacional de los iraníes que Manuchehr Moatamer había señalado. Fue el 9 de agosto de 1994. Todavía no se había cumplido un mes del atentado y el caso parecía resuelto.

Pero, como sabemos, las cosas se complicaron.

Y en 1996 fue el juez quien equivocó su estrategia.

Con Telleldín en prisión, Galeano había creído que iba a obtener de él una confesión. No iba a ser tan sencillo. Cada vez que hablaba, Telleldín recordaba. O inventaba y confundía, según los que desconfiaban de él. El hombre era una pieza en plena combustión.

En agosto de ese mismo año, recibió en la cárcel la visita de Luisa Riva Aramayo, la presidenta de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal, un pez gordo supuestamente a las órdenes del ministro Corach. Telleldín dijo que fue Riva Aramayo quien le ordenó declarar que unos policías se habían llevado la camioneta. Así fue como después empezaron los encuentros informales con el juez Galeano: reuniones ásperas que quedaron para siempre registradas en video –una cámara oculta colocada por la SIDE– en las que hablaban de la siguiente declaración de Telleldín, y de dinero.

“Yo necesito 400.000 dólares”, pidió el preso, según Galeano. “No quiero mi libertad, quiero esa plata para proteger a mi familia”. Esta es la versión del juez: Telleldín habló de un comisario llamado Juan José Ribelli, el jefe de la Brigada de Investigaciones de Lanús, que lo extorsionaba y que le quitó la Trafic. El juez siempre dijo que creía que esa información era genuina y que comprarla era válido. Existía para eso –y sigue existiendo– un fondo de recompensa. Telleldín no quería declarar contra los policías porque, quién sabe, quizás un día toda su familia podía aparecer muerta, pero fantaseaba con volcarlo todo en un libro que le había propuesto la jueza Riva Aramayo. Y Galeano temía que si el libro se publicaba, los policías se fugaran. Por eso necesitaba que Telleldín declarara en el expediente, no a los cuatro vientos. Cuando Galeano se comunicó con el secretario de Inteligencia Hugo Anzorreguy, este le respondió que estaba de acuerdo en pagarle a Telleldín con dinero de la SIDE.

El 1 de julio de 1996, Galeano recibe en el juzgado a Telleldín. Hablan del pago y de la declaración. El video corre. Aquí la versión de Telleldín, según él me la contó a mí: “Por el pago yo le dije : ‘Pido un millón’. ‘No, hay 400.000′… hicimos una pelea como si se fuera a vender un auto. El trato era que mi libertad era en el 97, me desvinculaba de esto y me dejaba tranquilo. A cambio, yo tenía que declarar que la camioneta se la llevó Ribelli, cosa que no fue así”.

Telleldín firmó su nueva declaración el 5 de julio, repasó las extorsiones de los policías y dijo que el 10 de julio de 1994 a las 14.30 apareció en su casa una persona disfrazada con peluca, anteojos y gorra. Venía por la Trafic. Era policía.

Pero en marzo de 1997 un episodio completamente inesperado cambió el frágil equilibrio del caso: alguien se robó, de una caja fuerte del juzgado, el VHS del encuentro que habían mantenido Galeano y Telleldín. Imágenes del video fueron puestas al aire en el programa Día D, de Jorge Lanata, y ya se sabe lo que ocurre ante el escándalo de ver al juez y el imputado hablando de dinero: sobreviene un terremoto.

La semana próxima, la segunda entrega

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/ideas/un-atentado-impune-tras-el-ataque-el-dolor-y-una-investigacion-infructuosa-nid15072023/

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