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Un chico desprejuiciado

Tuve la fortuna de asistir a una escuela primaria donde casi no aprendí nada. Me enseñaron a leer, escribir, sumar y restar, y ya. Tuve una profesora de dibujo cuyo perfume aun recuerdo y que me ...

Tuve la fortuna de asistir a una escuela primaria donde casi no aprendí nada. Me enseñaron a leer, escribir, sumar y restar, y ya. Tuve una profesora de dibujo cuyo perfume aun recuerdo y que me animó a pintar al óleo, y una de música que me dejaba tocar, incluso en los actos patrios, aquel piano de verdad. Nunca he tenido un piano de verdad.

Salí de esa escuela sin saber muy bien multiplicar, ni hablemos de dividir. Fuera de las lecturas, que a los 12 años ocupaban, diversas y desordenadas, el tiempo que me dejaba libre la escritura, mi formación había sido muy escasa. De allí me trasplantaron, de golpe y sin preparación, al Colegio. Ya saben. Aquí, cuando decimos el Colegio, es el Nacional de Buenos Aires. He contado en otras ocasiones el impacto que esos seis años tuvieron en mi vida; soy y siempre fui consciente de que me permitieron elegir mi destino. Pero en el momento fue duro. Pasé, literalmente y sin anestesia, de no saber dividir a resolver ecuaciones con varias incógnitas; de no entender más que español a leer de corrido a Virgilio en latín y a Camus en francés. Pero ocurrió algo más.

Aquella esforzada escuela de barrio, en sus privaciones, tampoco me había inculcado sesgos, y en una Buenos Aires con tele de a ratos y teléfono de baquelita, no tenía ni la menor idea de que existiera algo así como la discriminación por el color de la piel, la religión o lo que fuera. Ignorante de estas cosas, uno de mis dos mejores amigos de la secundaria era coreano. Mi primera novia, judía. Mi mejor amiga, descendiente de japoneses; la otra, de libaneses. Ser amigo significaba ir a sus casas, comer con ellos y aprender sus costumbres y sus celebraciones. Andábamos juntos y compartíamos la confusa adolescencia.

Descubrí, de este modo, otras creencias y otras tradiciones, y me puse a investigar. Antes de que nadie pudiera detenerme, llegué al hinduismo. Supe del yoga y lo practiqué con torpeza. Tomé lecciones de artes marciales, a instancias de Young Jun, con idéntica impericia. Pero en cuestión de meses, mi mundo se había ampliado tanto que no daba abasto. Pasaba en el mismo día de los versos de Horacio o las picantes lecciones de Ovidio a los frugales platos orientales en una casa en Constitución, y de allí a las porciones abundantes de la bobe de mi novia, que siempre juzgaba, con ternura, que no comía lo suficiente y por eso era tan flaquito.

Como venía de una familia en la que el prejuicio, ignoro por qué, estaba casi ausente, nadie se pronunciaba sobre mi novia judía o mis amigos coreanos. Tampoco juzgaban al que tenía mucha plata ni al otro, que andaba siempre contando las monedas, como yo.

Fue un instante bellamente extraño, porque pasé de los libros, en los que de algún modo se palpitaba la existencia de un mundo mucho más grande que el barrio, el patio y la parra, a integrar esa vastedad de idiomas, creencias, leyendas, folklores, horarios, vestimentas, fechas, historias y visiones a mi propia biografía. Lo más abrumador, a la vista de lo que descubrí luego, fue que el corazón, libre de prejuicios, solo ve seres humanos. Eran mis amigos, sin más adjetivos.

Además –lo advertí varios años después–, la integración había ocurrido también en el sentido opuesto. Me habían abierto las puertas de aquella casa en el barrio de Constitución, las de la calle Sarmiento, las del dojo y muchas otras, sin preguntas y sin condiciones.

Al final, como era inevitable, alguien hizo un comentario inopinado, pero malicioso, y de ese modo supe que algunos no veían mis nuevas amistades de la misma forma. “Son todos la misma cría”, me respondió una vecina, cuando le expliqué que mi amigo era coreano, no “japonesito”. Eso pasó en 1974. El resto, pueden suponerlo, fue ponerme al día, horrorizado, con una de las desgracias más antiguas de la civilización.

Esto es todo lo que he podido escribir hoy.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/un-chico-desprejuiciado-nid11102023/

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