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¿Un país en las puertas de la “descivilización”?

Con una mirada siempre sofisticada y aguda, la corresponsal de La Nación en París acaba de contarnos, en una reciente visita a Buenos Aires, que el debate político e intelectual en Francia gira,...

Con una mirada siempre sofisticada y aguda, la corresponsal de La Nación en París acaba de contarnos, en una reciente visita a Buenos Aires, que el debate político e intelectual en Francia gira, en estos días, en torno de una palabra: “descivilización”. La ha utilizado nada menos que el presidente Emmanuel Macron, para advertir sobre el deterioro de la convivencia en la vida pública de ese país. Macron ha aludido al riesgo de un proceso de descivilización en relación con hechos de violencia y vandalismo en las calles, a veces por protestas políticas, a veces con otras connotaciones. ¿También existe en la Argentina un peligro de ese tipo? ¿Hay síntomas de “descivilización” a los que deberíamos prestarles una especial atención? A riesgo de caer en cierto dramatismo, tal vez sea necesario preguntarnos si estamos demasiado lejos de una degradación estructural en nuestro sistema de convivencia.

Si entendiéramos la “descivilización” como una pérdida de apego a la norma, una ruptura de los códigos tácitos de respeto ciudadano y cierta naturalización de mecanismos violentos y mafiosos en el entramado social, tendríamos que reconocer que el concepto no nos resulta demasiado ajeno.

El avance del narcotráfico, con una cifra escalofriante de ejecuciones en Rosario y ataques cotidianos contra escuelas, tribunales y hasta iglesias, nos ofrece un panorama desolador del dominio territorial que ha logrado, en algunas zonas, el crimen organizado. Hay padres que tienen miedo de llevar a sus hijos al colegio y familias devastadas por la venganza y la extorsión de las bandas delictivas. Ocurre en Rosario de un modo desembozado, pero también en el conurbano bonaerense y, en mayor o menor escala, en zonas como la de la Triple Frontera. ¿No es este un síntoma de barbarie que atraviesa a la sociedad y al sistema institucional?

Además de lo que se ve a simple vista, hay un proceso subterráneo que cada tanto emerge en la superficie y provoca perplejidad. Algo de eso vimos detrás del ataque armado contra la vicepresidenta, que expuso la peligrosidad de grupos marginales, desacoplados del sistema, en los que anida un germen de violencia y resentimiento que ha sido estimulado y hasta exacerbado desde el poder. “Los copitos” nos mostraron un submundo en el que late una amenaza al sistema de convivencia y que, más allá de patologías individuales y comportamientos aislados, refleja una realidad que es hija del populismo: jóvenes sin horizonte que han crecido en contextos en los que la norma es apenas una referencia difusa. Esas franjas son caldo de cultivo para los discursos revanchistas, los fanatismos y las antinomias que el oficialismo ha cultivado con espíritu militante, y que a veces se disparan en una dirección y a veces en la contraria. Son los riesgos, además, de haber romantizado la violencia política.

En la Patagonia, mientras tanto, hemos asistido a hechos de salvajismo con usurpación de tierras por parte de agrupaciones minoritarias pero radicalizadas que no reconocen al Estado y actúan al margen de la ley.

Todos parecen fragmentos desconectados entre sí, como piezas de un rompecabezas que no terminan de encajar. ¿Qué tienen que ver el narcotráfico, “los copitos”, las células seudomapuches y otras mafias como las del contrabando, la piratería del asfalto o la industria del comercio clandestino? Tal vez el concepto de “descivilización”, acuñado por el sociólogo alemán Norbert Elías, pero amplificado ahora por un líder del progresismo europeísta como Macron, nos ofrezca un hilo común para interpretar los mayores peligros de nuestra época. “La descivilización –dice el académico Ramin Jahanbegloo en un ensayo publicado en España– se produce cuando las sociedades o los individuos pierden el respeto por sí mismos, ignorando o viéndose privados de su capacidad para la empatía como proceso de reconocimiento del otro”. ¿Algo suena familiar?

En la Argentina, no hace falta explorar los territorios controlados por mafias y organizaciones criminales para advertir señales de un desapego cultural a la norma y de una profunda degradación de los códigos de respeto por el otro, tanto en la vida social como en los ámbitos educativos, políticos e institucionales. La prepotencia y el agravio dominan el debate público. Naturalizamos, mientras tanto, que la protesta callejera se exprese a través de la fuerza, que sea imposible que hinchadas rivales compartan un estadio de fútbol y que adversarios políticos se sienten a una mesa de debate. Cuando se les pregunta a maestros o médicos de guardia cuál es su mayor preocupación, hablan del miedo a ser agredidos y describen un clima de creciente intolerancia y crispación. Las formas básicas de la convivencia se ponen en tela de juicio. El desprecio por el derecho del otro se asume como una prerrogativa.

Esta suerte de “regresión” hacia una atmósfera más primitiva se asocia con un progresismo mal entendido que ha predominado en las últimas décadas bajo un ropaje ideológico. Toda sujeción a la norma, toda exigencia de respeto a la ley se ven como una coerción autoritaria y repudiable. La propia ley es discutible. Cada uno tiene “su” verdad y, en nombre de un falso igualitarismo, ninguna jerarquía está por encima de otra. ¿Quién es la maestra para aplazar a mi hijo? ¿Quién es el director para imponer una sanción? “No dejen que nadie les venga a decir cómo tienen que hablar…”, les planteó el gobernador Kicillof a alumnos de escuelas secundarias. Fue mucho más que un alarde de demagogia ramplona. Fue una expresión de ese ideologismo que reniega de las reglas, que promueve la idea de que “la norma” equivale a una imposición autoritaria. Hasta la sintaxis y la ortografía se ponen en tela de juicio. En esa trama de confusiones, corregir está mal visto: marcar con un lápiz rojo un error de ortografía puede juzgarse como un “acto estigmatizante” por parte del profesor. Hay una idea condescendiente y demagógica que se ha vuelto políticamente correcta: nadie me puede decir lo que está bien y lo que está mal. A partir de ahí, la educación y la exigencia llegan a verse como agresiones a la naturaleza de cada quien, y cualquier idea contraria pasa por anticuada y autoritaria, y por una falta de respeto a la “elección” individual. “La escuela no me va a decir cómo me tengo que vestir ni cómo tengo que hablar”. Cualquier regla, como “prohibido usar el celular en clase”, es vista como un atropello. El que intente imponerla correrá, sí, el riesgo de ser sancionado y acorralado por un sistema inclinado a la cancelación.

Este clima ha producido un repliegue de la autoridad en todos los planos. El liderazgo docente ha quedado desdibujado en el marco de una retirada general del liderazgo adulto. Marcar límites e imponer normas son conceptos que hoy suenan retrógrados en una sociedad en la que el “deber ser” ha sido reemplazado por la cultura de la autopercepción.

Hay amplios sectores en los que directamente impera la anomia, y donde el Estado es reemplazado, de hecho, por organizaciones informales que crean su propia ley. Los “caciques” barriales en el conurbano ya no son los clásicos punteros, sino los que controlan el mercado de la droga o “la caja” de los planes sociales. Regulan los negocios y la calle, en frecuente connivencia con la policía y los “barones” de la política.

En los sectores medios, mientras tanto, se ha encarnado la idea de que el orden es autoritario. En el lenguaje hostil que se ha impuesto desde el poder, es un concepto “facho” al que se asocia con liviandad a “la dictadura”, como si la democracia no fuera, precisamente, un sistema de leyes y de normas cuya vigencia debe ser asegurada.

El riesgo de estos procesos de degradación normativa es que provoquen, efectivamente, reacciones autoritarias. Cuando la anomia coquetea con la anarquía, empieza a incubarse en la sociedad un peligroso estado de ánimo que puede llevar a que el péndulo oscile de un extremo al otro. ¿Seremos capaces de encontrar el punto medio? La norma, la convivencia y el respeto no son nociones abstractas ni conceptos académicos. Forman parte de un ejercicio cotidiano, en el que el aporte de cada uno resulta fundamental. Tal vez resulte necesario recordar una verdad de Perogrullo: aceptar las reglas es defender nuestra libertad, no renunciar a ella. El peligro de la “descivilización”, sobre el que empieza a debatir el mundo, aun en contextos y realidades diferentes, tal vez pueda funcionar como un llamado de atención.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/un-pais-en-las-puertas-de-la-descivilizacion-nid07062023/

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