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Un viaje de TikTok al arte sublime

Uno de estos días caí en la cuenta de que invierto demasiado tiempo consumiendo pastillas de información, curadas, mal curadas o incurables (hay de las tres ) en las redes. Desde buenas fotos de...

Uno de estos días caí en la cuenta de que invierto demasiado tiempo consumiendo pastillas de información, curadas, mal curadas o incurables (hay de las tres ) en las redes. Desde buenas fotos de AP y arte del Louvre hasta citas de filósofos cuya autoría, en general, debo verificar cada vez. Soy consciente, además, porque me dedico al asunto, de que este picoteo informativo está casi universalmente establecido. Así, pese a nuestras pretensiones, los libros fundamentales de esta civilización, sus grandes obras musicales, extensas y tan generosas como demandantes, y las películas con más emoción genuina que anabólicos dopaminérgicos permanecen olvidadas, mientras seguimos encandilados por el zapping móvil.

Discurso que suena a viejazo. A nostalgia de señor grande. De inadaptado que se quedó en Verdi y Cortázar. Pero resulta que si de algo no se me puede acusar es de no estar al día con las nuevas tecnologías y su uso en todo esto que llamamos informarnos y entretenernos. Mis textos están publicados, no hay mucho que debatir; hoy están ocurriendo cosas que anticipé 25 años atrás. El error de ver el párrafo anterior como una queja paleozoica está en confundir formación con entretenimiento, información con dato y noticia con análisis. El conflicto que estamos enfrentando –y que me temo que vamos a enfrentar cada vez más y a mayores costos, si no hacemos nada– tiene que ver con el balance. No está nada mal un poco de zapping, pero deberíamos preocuparnos acerca de lo que nos perdemos (no de lo que somos o valemos, sino de lo que nos estamos perdiendo) cuando solamente hacemos zapping.

Para entender esto me gustaría contarles una breve anécdota de mi infancia. En casa se profesaba una inescrupulosa idolatría por los libros. Había mucho y de todo, y no se medían gastos en este rubro. Cuando cumplí siete años, mi padre decidió que era hora de que abandonara los cómics y me dio a leer Tarzán de los monos, de Edgar Rice Burroughs. Por supuesto, la historia de un noble inglés criado por antropoides no me sedujo en absoluto, y la lectura quedó pronto inconclusa. Preocupado, mi padre volvería a la carga un año después, con Veinte mil leguas de viaje submarino, del gran Verne, cuya aventura sonaba mucho más provocativa. Pero, ¡ay!, el francés no es ni por asomo un idioma fácil de traducir. Como el español o el ruso, impone obstáculos que, en el caso del Capitán Nemo, habían originado una prosa tosca y fatigosa. Tampoco funcionó, lo que inquietó mucho a mi padre, y a mí, lo confieso, me dejó la sensación de que no me daba la cabeza para esa disciplina consagrada, la de la lectura. ¿Les suena?

Poco después, hurgando en el caserón al que nos habíamos mudado en esa época, descubrí, bien oculta, lejos del alcance de los niños, una colección de libritos de ciencia ficción de lo más basta; casi pulp magazines, pero novelas. Héroes siempre apuestos y buenos, monstruos siempre feos y malos, naves espaciales y armas de rayos. ¡Esto era literatura y no tonterías!

Sin darme cuenta, a través de la ventana del entretenimiento fácil, mi cerebro se fue formando en el arduo ejercicio de convertir hileras de símbolos en historias (miren una partitura y díganme si es fácil oír ahí a Mozart), hasta que un día ocurrió el desastre. La colección, unos 15 libritos que todavía conservo, se terminó.

Entonces junté coraje y fui a la enorme habitación en la que se guardaban los libros en aquella casa y busqué algo semejante. Clarke, Sturgeon, Asimov, Bradbury, Silverberg. Hasta que esos estantes también dieron todo lo que tenían, y entonces sí, giré sobre mis pies y con no poco desasosiego empecé a recorrer los anaqueles de los libros que solo leían los grandes. Ese viaje continúa hoy y me llevó por la gran literatura, que sigue siendo para mí el más delicioso de los placeres. Pero arrancó a escondidas, con novelitas de calidad dudosa. Tal vez haya aquí una lección. O dos cabos sueltos que deberíamos aprender a atar. Con el ejemplo, me temo.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/un-viaje-de-tiktok-al-arte-sublime-nid02082023/

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