El faro abandonado en una isla a la que se llega entre fuertes vientos y mareas
El whatsapp llega a Buenos Aires desde Camarones el jueves anterior al viaje:–Buenos días, estamos tratando de definir la excursión al faro Isla Leones: el domingo viene muy malo el clim...
El whatsapp llega a Buenos Aires desde Camarones el jueves anterior al viaje:
–Buenos días, estamos tratando de definir la excursión al faro Isla Leones: el domingo viene muy malo el clima para navegar y estamos viendo si el lunes se da vuelta el viento... ¿pueden quedarse un día más?
–Imposible –respondo, y recuerdo las horas planeando el viaje alrededor de, entre otras, esta excursión marítima (un hito del viaje) que no queríamos dejar de hacer y que, inocentemente, se había reservado dos meses antes para un día específico. Desde el escritorio cuesta imaginar lo que significa mucho viento y mares complicados para el litoral patagónico.
–Crucemos los dedos –me contestan de la agencia.
Los cruzamos. Ya habíamos leído todo sobre el faro de 11 caras y 6 habitaciones abandonado en el punto más alto de una isla pedregosa, de 3 km de largo por 2,2 km de ancho, en el sector norte del golfo San Jorge, que había alojado a 13 torreros. Estábamos muy ilusionados con esa visita.
Somos afortunados: es fin de octubre y será la primera excursión de la temporada al faro. Desde que la Fundación Rewilding dio luz verde a la agencia Viento Azul para que realicen sus excursiones desde la bahía Arredondo (un puerto natural de la estancia El Sauce), hoy se puede acceder directamente a Isla Leones por el portal público, sin pasar por el Cabo dos Bahías (un sector complicado en corrientes y vientos). Con esta noticia, ya se lograron en una temporada más salidas que en toda la trayectoria de excursiones que Héctor Juanto ha podido hacer desde que arrancó en 2007.
Su vida no fue muy larga, pero sí intensa. El faro se habilitó en 1917 y funcionó hasta 1968, cuando fue reemplazado por el faro San Gregorio, en el continente, donde era más fácil llevar insumos y mercaderías. Lo gestionaba la Armada y, cuando se apagó, quedó en manos de la provincia de Chubut y fue declarado más tarde Monumento Histórico Nacional. A pesar de que se anunció su restauración, aún no ha comenzado.
Faro casaLa caminata desde la bahía donde se hace el desembarco implica una trepada suave por un sendero escasamente marcado entre arbustos espinosos y nidos de pingüinos magallánicos que, de tan ocultos, hay que estar atentos para no pisarlos. Una falúa de la que queda poco más que el esqueleto es señal de que a la isla las cosas se traían a remo desde el continente. Son testigos también los piches patagónicos, que con su look de bicho prehistórico parecen haber estado siempre ahí: se escurren entre viejos baldes de metal percudidos por los años y entre lo que queda del sistema de vías portátiles de trocha angosta Decauville.
“Había dos líneas de vías: una que llevaba a la Bahía de los Franceses, con una extensión de 1.660 metros, y un ramal de 135 metros desde esa línea hasta una represa para las zorras de hierro, que se usaban para el transporte de materiales de construcción y demás artículos que eran recibidos en la playa”, contará al día siguiente Silvia Giménez, que vive en la localidad de Camarones y trabaja como guía de sitio. “Generalmente, estas zorras bajaban por gravedad y subían tiradas por un caballo llamado Pampero hasta el faro”, agrega. Dice, además, que el nombre original de la isla era Barela, concedido en 1745 por los sacerdotes Quiroga y Cardiel cuando hacían navegación de reconocimiento. Luego se cambió a la denominación actual, por los sonidos que emiten los lobos marinos, que se asemejan al rugido de los leones.
Veinte minutos de caminata y se llega al faro y sus construcciones aledañas. A su alrededor había una cisterna de piedra y cemento donde se juntaba el agua de lluvia a través de un sistema de canaletas que la recibían desde el techo (al estar en una isla no había agua dulce), también un tanque de agua, un pañol, un depósito de materiales, una caballeriza; además de un palomar y corrales, de los cuales quedan construcciones poco reconocibles.
Adentro, y traspasada la doble circulación que protegía el interior del frío, viejos tubos de gas acetileno se apoyan contra las paredes interiores del faro casa: su trabajo era alimentar la óptica, comprada en Francia a la firma Bénard-Barbier-Turenne, que emitía una luz blanca incandescente de tres destellos cada diez segundos. Dicen que su alcance óptico era de 32 millas con buena transparencia atmosférica y de 14 con tiempo brumoso; su alcance geográfico, de 24 millas.
En las habitaciones predomina la sensación de que el último de los fareros partió hace poco y apurado, dejando todas sus pertenencias tiradas ahí. En la cocina, sobre una mesa alta, se acumulan, en un desorden que resulta fotogénico, jarras enlozadas, platos, ollas, preciosas botellas, pavas, sartenes, restos de cerámicos, viejos saleros y pimenteros de vidrio, huesos de animal... deteriorados por años de abandono y por el aire de mar, y vueltos tal vez a usar por navegantes de barcos y expedicionarios que recalaron en la isla años después de que hubiera sido abandonada. En otro rincón, hay cadenas de barco oxidadas, viejas boyas náuticas, cepillos de madera con cerdas de metal, damajuanas de vidrio, herraduras, una pesadísima hacha y otras herramientas de trabajo. Todo cubierto por una gruesa capa de polvo y sal en una suerte de museo vivo.
En el centro y repleto de inscripciones de quienes por aquí pasaron, un gabinete cilíndrico guarda la escalera caracol que lleva hasta la torre donde estaba la luminaria de vidrio cilíndrico de 2,5 m de diámetro.
Lo poco que queda de los vidrios amarillentos y gruesos (de 8 mm de espesor) permite ver la isla, el océano Atlántico y las costas de Chubut desde lo alto, en 360 grados, en un día que, afortunadamente, resulta despejado y sin nada de viento.
Desde el agua nos acercamos a un apostadero grande de lobos marinos asentados en una bahía próxima. La presencia de la lancha genera una fiesta de piruetas entre los lobos más jóvenes, que curiosean excitados. Cuesta imaginarlo, pero hace 170 años funcionaba en la isla una grasería al mando de comerciantes franceses: pingüinos y lobos eran literalmente derretidos en calderas para la obtención de grasa y aceite para luego venderla a los barcos como fuente de energía. En esa misma época (1852), un grupo de ingleses explotaba el guano en otro sector.
Historia también tiene la Caleta Horno, refugio natural de navegantes y exploradores por donde se pasa de regreso y que es el sitio en el cual se produjo el desembarco fundacional de la provincia de Nueva León, el 9 de marzo de 1535, por parte de Simón de Alcazaba y Sotomayor, comisionado de los reyes de España para venir a esta zona y tomar posesión de las tierras.
San Martín 270. T: (0297) 463-8040.
@vientoazulexcursiones
Ofrecen entre octubre y abril con salidas regulares la excursión a las Islas Blancas con avistaje de fauna marina, en especial toninas, y la excursión a la Isla Leones y su faro. Para este plan, se parte temprano de Camarones y se recorren los 32 km hasta la bahía Arredondo de la estancia El Sauce, donde se embarca. Navegación y visita a la Isla Leones, paso por Caleta Horno y de regreso, almuerzo con empanadas en la bahía. Salidas programadas para los días sábados, según las condiciones del mar.