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El amor no conoce fronteras

A los perros no les gusta estar solos. Son sociables y han evolucionado para formar grupos. Dato curioso, pero no del todo inocente: en español no hay una palabra para un grupo de perros. Una jaur...

A los perros no les gusta estar solos. Son sociables y han evolucionado para formar grupos. Dato curioso, pero no del todo inocente: en español no hay una palabra para un grupo de perros. Una jauría es el conjunto de canes “mandados por el mismo perrero que levantan la caza en una montería”, según el diccionario. Fundéu observa que jauría aplica a un conjunto de perros violentos y que puede usarse en su lugar la palabra manada, pero para eso tienen que darse ciertas condiciones (como ocurre con los lobos), y concluye que “un mero conjunto de perros, en general, no tiene nombre específico”. Una ausencia semántica significativa.

Entra en escena nuestra perrita Petra, que llegó a casa con 45 días en agosto de 2022 y se quedó sola cuando Betty nos dejó, hace dos meses y diez días. Habiéndose criado sin violencia y sin la necesidad de cazar, más allá de lo que le dictan sus instintos –y aun esto, sin demasiada convicción–, es amigable y lúdica con cualquier cosa que no vuele. Nunca la vimos enojada y solamente ladró dos veces en poco más de un año. En ambos casos, porque alguien golpeó la puerta de casa. Interesante.

El caso es que Petra necesita urgente un compinche, que llegará pronto, cuando volvamos de un breve viaje, estos días. Entre tanto, y sin que al principio lo advirtiéramos, vino ocurriendo algo sorprendente. Hace algo así como un mes noté que Petra pasaba mucho tiempo al lado del perímetro que da a la laguna. Supuse que estaba analizando cómo trasponer el alambrado para cazar los coipos que viven allí, debajo del muelle. Sin embargo, su lenguaje corporal no se correspondía con esta hipótesis. En lugar de correr de un lado al otro, frustrada, ladrando y con el lomo erizado, como hacía Betty, permanecía acostada en el césped, casi inmóvil, moviendo la cola. Una extraña forma de cazar, pensé.

Así que un día, cuando el asunto pasó de curiosidad a enigma, me acerqué lo más sigilosamente que pude hasta el perímetro y presencié algo insólito. Petra y un coipo, al que luego bautizaríamos Pocho, se olían mutuamente los hocicos, alambrado de por medio. Me quedé mirándolos. No tenía sentido.

Los coipos son roedores, herbívoros y huidizos. Varios millones de años de evolución les han enseñado a evitar todo contacto con animales que, como Petra, están diseñados, también por la inobjetable evolución, a comérselos. Y sin embargo, para mi más absoluto asombro, allí estuvieron, hocico contra hocico, un largo rato, hasta que me acerqué demasiado y el coipo se escabulló para sumergirse en el refugio del agua.

Conté esta historia en casa, hubo oleadas de ternura y desconcierto, pero, dada la naturaleza furtiva de estos roedores, el asunto quedó en el estante de las lindas teorías. Hasta que empezamos a notar otra conducta de Petra. Cada mañana, cuando cuando salía al jardín, lo primero que hacía, presurosa y en línea recta, era ir hasta la laguna a ver si estaba su amigo. Luego, si no lo encontraba, resumía su agenda perruna. (En el video de abajo se lo ve a Pocho que sigue comiendo tranquilamente con Petra incitándolo a jugar; en condiciones normales, ante otro perro, huiría instantáneamente.)

Por fin, esta inusual amistad fue confirmada por otros testigos y tratamos de documentarlo y buscar una explicación. Desde mi punto de vista, los humanos no tenemos ni la menor idea de cómo es el mundo en el que vive un perro, un gato o, en este caso, un coipo. Con la panza llena y bienintencionada, Petra no estaba enviándole a Pocho los mensajes de agresión (movimientos, feromonas) que el roedor habría interpretado como una amenaza. Como consecuencia, y en lo que califica como un amor no del todo correspondido, Pocho le permite acercarse y la huele o la tolera mientras pace los yuyos que adrede allí no cortamos. Pero no huye. A veces hasta le concede un hociquearse mutuo, que Petra encuentra de lo más prometedor.

Veremos qué ocurre cuando llegue su nuevo compañero de juegos. Quizás entonces prevalezca el espíritu de la manada y, juntos, suscriban el guion que les impone la naturaleza. O tal vez nos llevemos otra sorpresa y Petra le enseñe a hociquearse con esos amigos raros que viven cerca del agua.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/el-amor-no-conoce-fronteras-nid18102023/

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