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La película que reconcilió a Spielberg con sus raíces y fue criticada por contar el Holocausto “como si hubiésemos sido testigos”

Como arte de lo presente, el cine tiene una extraña relación con el tiempo. Sabemos que una película es una obra de arte cuando su poder e importancia trascienden el momento en el que fueron hec...

Como arte de lo presente, el cine tiene una extraña relación con el tiempo. Sabemos que una película es una obra de arte cuando su poder e importancia trascienden el momento en el que fueron hechas. La lista de Schindler, que cumple exactos treinta años, es una de ellas: no sólo es el mejor testimonio que el cine pudo construir acerca del Holocausto, sino porque su propia forma excede con mucho su tema, trajo cosas nuevas al cine y al mundo. Lateralmente, la masacre llevada a cabo por los terroristas de Hamas el pasado sábado 7 (masacre que no cesa, además) muestra que un retrato de aquel genocidio no sólo resulta pertinente por reflejar hasta dónde llega la corrupción moral en el ser humano, sino que permite comprender qué es lo que sucede hoy mismo a nuestro alrededor y por qué son necesarias las imágenes. Es cierto, Steven Spielberg, el hombre que llevó a cabo esta película en paralelo a, nada menos, Jurassic Park (también de 1993), tuvo entonces otros motivos: neutralizar didácticamente el crecimiento del antisemitismo que se dio tras la caída del Muro de Berlín, y dar testimonio de su reencuentro con el judaísmo. Pero sigue vibrando más allá de esos motivos, vigente tres décadas más tarde.

Es difícil describir a Steven Spielberg como realizador y como persona por varias razones. Una de ellas es que, desde muy pequeño, encontró en el cine un refugio y, como lo testimonian cientos de entrevistas, todas sus películas e incluso su autobiografía “disfrazada” Los Fabelman, sólo ha podido pensar el mundo a través de él. Otra, que durante mucho tiempo fue descripto como un gran técnico que sólo hacía películas “para pasar el rato” (dejemos de lado que lo mismo se decía de Alfred Hitchcock). “Pasar el rato”, “entretenerse” siempre tuvo mala fama. En los años ochenta, para disolver el mote “spielberguiano”, intentó realizar películas “serias” y tuvo algo de aplauso crítico y menos de éxito comercial: ahí estaban El color púrpura y El imperio del sol. Las dos multinominadas al Oscar; las dos, enormes perdedoras en los Oscar. Hay un chisme al respecto: cuando Spielberg supo, en 1975, que no estaba nominado por Tiburón, estalló de furia contra la Academia. Pasó demasiado tiempo hasta que le levantaran la proscripción. Cuando fue nominado por E.T. en 1983, Richard Attenborough, realizador de Gandhi, dijo que estaba seguro de que Spielberg se llevaba el premio. “Yo hago películas como todas, la novedad es E.T.”, dijo. La Academia premió a Gandhi y Spielberg tuvo que esperar diez años más y varios intentos de “historias realistas” en el medio.

Esos diez años son la década preparatoria de La lista de Schindler. En 1982, el australiano Thomas Kenneally publica El arca de Schindler, un libro documental narrado como una ficción sobre el tal Oskar Schindler, un industrial -en realidad, un vivillo- alemán que, de ser parte del capitalismo de amigos que sostenía la maquinaria nazi pasó a utilizar su fábrica y su dinero para salvar la vida de mil doscientos judíos del exterminio. Un héroe misterioso, un apostador arriesgado que decidió montar -por razones que permanecen siempre en el misterio- una farsa ante el régimen de Hitler y logró ganarle. El presidente de MCA/Universal, Sid Scheinberg, le mostró el libro a Spielberg. Spielberg pensó inmediatamente en que tenía que volverse una película, pero -como admitió en cientos de entrevistas- no se sentía lo suficientemente maduro entonces para hacerla y le dijo a Scheinberg que comenzaría a rodarla “en diez años”. La Universal compró los derechos, claro que sin creer en ese “plazo” figurado que mencionaba el director. Spielberg trató de interesar en el proyecto a Roman Polanski, a quien ya le había pedido que interpretara a Tintín en la adaptación que planeó del personaje de Hergé a principios de los ochenta. Polanski, por razones emocionales, dijo que no. El proyecto pudo ser realizado por otros directores, entre ellos Sidney Pollack, hasta que estuvo a punto de ser realizado por Martin Scorsese. Que habría sido, como admite el propio realizador de Buenos muchachos, muy diferente. Ya estamos en los años noventa -así de largos son los proyectos fílmicos muchas veces- y también en otra etapa de la vida de Spielberg.

Porque el cuento “no estoy maduro” era real. Durante mucho, demasiado tiempo, Spielberg se sintió ajeno al judaísmo. Como se narra en los dos libros biográficos importantes que se le han dedicado (Steven Spielberg, A Biography, de Joseph McBride, y Steven Spielberg: A Life in Films, de Molly Haskell), desde muy chico sufrió discriminación y, en la secundaria (lo muestra Los Fabelman) varias agresiones. Una parte de su familia -la de su padre- provenía de Ucrania y era ortodoxa; la de su madre pertenecía al mundo más liberal del judaísmo reformista. Pero había parientes que habían sobrevivido al Holocausto: una de las anécdotas más conocidas es que, de niño, aprendió los números de la marca que le dejaron los nazis a una de sus tías. Pero aunque toda esa tradición estaba presente a su alrededor, le resultaba algo así como un incordio, algo molesto, algo de lo que debía alejarse. La única religión de Spielberg fue, entonces, el cine.

En 1982 Spielberg conoció a la actriz Kate Capshaw, la rubia que coprotagoniza con Harrison Ford Indiana Jones y el Templo de la Perdición. Tras el matrimonio de Spielberg con Amy Irving, formó pareja con Capshaw y decidieron casarse. Pero Kate, protestante, quiso convertirse al judaísmo para realizar la boda religiosa. Spielberg era, al principio, indiferente a esa decisión, pero acompañar a Capshaw en ese viaje de conversión le permitió reconectarse con sus raíces culturales y religiosas. También, y con la infancia de su primer hijo a cuestas, con el rol de padre. De pronto, el realizador que había creado aventuras divertidas se hallaba, de golpe, con el significado de ser adulto. Eso se ve ya en Hook, la película anterior al tándem Jurassic Park-La lista de Schindler, aquella en la que Robin Williams (físicamente parecido a Spielberg en ese film) es un Peter Pan adulto que reaprende a jugar a través de sus hijos. No es tampoco secreto para nadie que Jurassic Park es la historia de un tipo renuente a tener hijos que, tras salvar a dos niños, comprende la paternidad.

Esa madurez de Spielberg se combinó con un momento clave. En una entrevista publicada en Inside Film en 1993, realizada por la periodista Susan Royal, Spielberg hace mención al crecimiento del antisemitismo y del racismo, del resurgimiento de la extrema derecha, que comenzó a vivir Europa -y el mundo- tras la caída del Muro de Berlín. “De hecho -dice Spielberg en esa nota- es por lo que hice la película este año (1993), y no el año que viene. Hubiera sido más fácil esperar un año. Pero la hice este año por la preocupación que me causa lo que está pasando en Bosnia y el intento de genocidio de toda la población kurda. La lista de Schindler tenía que hacerse ahora”. En 1992, en efecto, habían comenzado los pasos hacia la “limpieza étnica” en los Balcanes, que culminarían con la masacre de Srebrenica en 1995. Ese hecho multiplicó la urgencia por filmar la película: Spielberg, diez años más tarde, le pidió a Scheinberg filmarla y Scheinberg le dio el OK si primero hacía Jurassic Park. Spielberg aceptó el trato. La película contó con un presupuesto de 20 millones de dólares (que incluso entonces no era una cifra alta, sino apenas media) y se rodaría sólo en 72 días en locaciones de Polonia, casi en el mismo lugar donde sucedió todo. En esos más de dos meses, Spielberg rodaba durante el día y, por la noche, trabajaba en el montaje de Jurassic Park. Ambas películas nacieron juntas.

Pero visualmente no podría haber dos obras más distintas. Mientras que Jurassic Park es la apoteosis (entonces) de los efectos especiales, del artificio exterior, del color y el sonido, La lista de Schindler fue realizada con técnicas del documental. Diferencia fundamental entre ambas: Jurassic Park requirió una planificación muy precisa y un elaboradísimo storyboard (esas imágenes dibujadas que prefiguran, a la manera de un plano, cada secuencia del film). La lista de Schindler se hizo sin ellos. Se filmó un poco a la manera de un documental (tal era la técnica a la que alude Spielberg) y como si el director, en lugar de un creador, fuera un testigo de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Spielberg decidió no utilizar steadicam ni zoom, nada que subrayara el artificio del cine con solo dos excepciones: se hizo en blanco y negro porque eran así los registros que había de esos tiempos, y porque, como explicó el director de fotografía Janusz Kaminski (colaborador de siempre del realizador) querían dar la impresión de que se había realizado en la misma época de los hechos, que en el futuro nadie supiera cuándo se filmó.

Pero, se dijo, hay dos excepciones al artificio. La primera es la niña del tapado rojo. Más allá de estar basada en un recuerdo explícito que aparece en el libro, la idea de identificar a una sola víctima de la masacre en el gueto de Varsovia, y de luego ver ese mismo tapado como signo entre las pilas de cadáveres a quemar, genera en el espectador una identificación precisa con un ser humano determinado. Aunque fue una decisión muy criticada, funciona. Y funciona por la razón que Spielberg dio a la segunda excepción. En principio, pensó rodar la película en alemán, polaco y el resto de los idiomas que se hablaban en aquel momento y lugar. Pero decidió utilizar el inglés, por supuesto pensando en principio en el espectador estadounidense. “Leer subtítulos -explicó- trae seguridad: se pierde ver mucho cuando uno tiene que leer en la pantalla. Y aquí era necesario ver lo que había pasado, aunque fuera insoportable”. Lo que declara Spielberg es una confianza absoluta en la imagen y que el horror real, ese que ha sucedido, debe documentarse y mostrarse. Esta fue, pues, no sólo la reconciliación de Spielberg con sus raíces judías, con su tradición y con el sufrimiento de su pueblo, sino también el momento en que el hombre que realizó las mayores fantasías, las más elaboradas y creíbles, de la pantalla moderna, rescató aquel primitivo sentido del documento y de la urgencia del que también nació el cine.

La lista de Schindler está disponible en HBO Max.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/espectaculos/cine/la-pelicula-que-reconcilio-a-spielberg-con-sus-raices-y-busco-contar-el-holocausto-como-si-nid17102023/

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