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Si me pagan, aplaudo: la historia de los aplaudidores mercenarios

Malhechores de caras raquíticas y siniestras, con piel color sepia, de tupidas barbas y ojos feroces, gente horrible que abunda en los bulevares de París”, tal la caricatura poco halagüeña tr...

Malhechores de caras raquíticas y siniestras, con piel color sepia, de tupidas barbas y ojos feroces, gente horrible que abunda en los bulevares de París”, tal la caricatura poco halagüeña trazada por Honoré de Balzac para describir a la que, mal que le pesara a este novelista y dramaturgo francés, acabó siendo toda una institución del mundo del teatro en el siglo XIX, hoy virtualmente desaparecida: la claque (o la clac, según se prefiera), grupo de aplaudidores que –a cambio de un dinero o entradas gratuitas– aseguraba el éxito de óperas, cantantes líricos, obras, actores, actrices a batir de enfáticas palmas. Porque, claro, no sólo hacían creer que la ovación era espontánea y, por tanto, garantía de qualité de la representación de marras: también generaban efecto dominó en un público que se dejaba arrastrar por ese entusiasmo prefabricado, mercenario.

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Aunque su formato moderno se le endilgue a Francia, el recurso de infiltrar palmeros no nació de un repollo parisino: es un truco teatral tan antiguo que, según la leyenda, existirían antecedentes en el siglo IV a.C., como mínimo. En aquel entonces, el comediógrafo griego Filemón habría instruido a una suerte de claque para aplaudir y desternillarse de risa en determinados momentos de sus piezas, persuadiendo así a la audiencia del Teatro de Dioniso de cuán superior era su gracia a la de un joven rival, el dramaturgo Menandro.

Unos siglos más tarde, otro pícaro en recurrir a la adulación abonada habría sido el emperador Nerón, quien, adepto a que le hicieran la pelota, entrenó a unos 5000 soldados romanos para que lo aplaudieran estruendosamente durante sus presentaciones públicas, función que debían cumplir –según se rumorea– con las manos libres de anillos.

Y aunque podrían mencionarse más ejemplos, vale adelantar el reloj hasta al Renacimiento, que es cuando el escritor Jean Dorat sienta precedente al adoptar el hábito de comprar un número de entradas para sus propias obras, que regala a cercanos si prometen vitorear sus versos. Desde entonces, lentamente se afirma la figura de la claque, que genera reparos en personalidades de la cultura por distintos motivos, siendo el principal de carácter moral: correspondía que fueran el público y la crítica quienes opinaran libremente.

Cuestión que, de clandestinos, pendencieros e indisciplinados, estos personajes se fueron profesionalizando, se volvieron una figura instalada, un oficio con sus jerarquías, parte de la organización y logística de teatros y salas de concierto durante el siglo XIX y parte del XX. La continuidad de las obras dependía, en buena medida, del éxito de las primeras funciones; y la clac, obviamente, inclinaba la balanza… en una dirección u otra, conforme fuera el compromiso que tomaba, de elevar o arruinar el espectáculo.

Tanto es así que nacieron en las primeras décadas del siglo XIX agencias de aplaudidores, y prácticamente todos los teatros parisinos llegaron a contar con una legión de claqueurs permanente; el Odeón y la Comédie-Française, entre ellos. Asimismo, la práctica se afianzó en otros países, otros continentes: la Scala de Milán, la Ópera Estatal de Viena, la Ópera House londinense, el Metropolitan Opera neoyorquino. Todos contaban con su claque y, en algunos casos, la mantuvieron hasta bien entrado el siglo XX.

Porque, claro, no sólo hacían creer que la ovación era espontánea y, por tanto, garantía de qualité de la representación de marras: también generaban efecto dominó en un público que se dejaba arrastrar por ese entusiasmo prefabricado, mercenario

Por cierto: advierte el estudioso Yann Robert en su referenciado ensayo La claque et la représentation politique au XIXe siècle que algunos claqueurs se daban ínfulas de vindicadores de buenas costumbres, más que encubiertos manipuladores. Además de evitar que las palmas sonaran a destiempo, al fin y al cabo, subrayaban a espectadores menos cultos qué versos, escenas o arias merecían ser celebrados; o sea, se asumían poco menos que educadores.

En 1962, Time Magazine publicó un artículo donde entrevistaba a Carmelo Alabiso, un tenor retirado que por esas fechas organizaba la claque de la Scala, y a Antonio Carrara, especie de asistente. Ambos daban precisiones sobre su trabajo: asistían a los ensayos generales; conversaban con los cantantes para saber si querían aplausos en lugares inesperados; discutían el libreto de su propia performance con el régisseur de turno, a los fines de no resultar inoportunos… Detalles que no distaban demasiado de lo escrito por Louis Castel en Mémoires d’un Claqueur, de 1829, donde, volcando sus experiencias, este “exjefe de la Compagnie des Assurances Dramatiques” recomendaba “nunca descuidar las alusiones que pueden halagar el autoestima de un actor o actriz, siendo necesario mostrar con bravos sostenidos que se comprende la intención del autor”.

Retomando la nota de Time Magazine, admitía como si tal cosa Carrara: “Naturalmente, cuando un artista paga, tenemos más ganas de aplaudir. Pero incluso si no lo hace, cumplimos nuestro deber de mantener la atmósfera y el espíritu en la sala”. Dicho lo dicho, se aclaraba en el artículo: “La mayoría de los cantantes italianos aprueban la claque, pero, por regla general, europeos y estadounidenses la resienten. La soprano Leontyne Price incluso ha pagado… ¡para que no la aplaudiesen!”.

Tampoco Maria Callas era partidaria de comprar el favor del público, negándose la impar prima donna a desembolsar siquiera un céntimo, a diferencia de ciertas colegas… Sin dar nombres, por pura discreción, vaya una anécdota que viene a cuento: en los años 60, los fans pagos de una famosa diva solían preguntarle si a la salida de la función los llevaba a pizza o pasta; de su respuesta dependía la calidad del aplauso…

“Y a claqueurs, Eliot, también deberías pagarle a claqueurs”, replica una sarcástica Lydia Tár (Cate Blanchett) al mecenas y advenedizo director de orquesta Eliot Kaplan (Mark Strong) en el comentado film Tár, cuando él le cuenta que comprará publicidad para promocionar un venidero concierto en Bryant Park, de aforo tremebundo. Un comentario irónico que trae a colación esta figura en desuso que supo reinar en el universo de las tablas y tuvo, cómo no, sus acérrimos detractores. Se puede deducir, por ejemplo, que al Nobel de Literatura Peter Handke le genera, como mínimo, reparos; finalmente, una de las líneas de su antiobra de 1966 Insultos al público –que rechaza la estructura tradicional de la teatralidad para apuntar contra los rituales de sumisión de la cultura– dice: “Vosotros, la claque, la tropa, la chusma, los desperdicios, los muertos de hambre, gruñones, mocosos, proletarios mentales…”.

Gustav Malher estaba abiertamente en contra; también, el maestro Arturo Toscanini, que en 1906, dirigiendo La Traviata en el porteño teatro Ópera, recibió “una rechifla grosera e injusta” que casi le hace soltar la batuta. Acorde a una crónica publicada por este mismo diario en esos días, el episodio fue el siguiente: el famoso barítono Riccardo Stracciari se había rehusado a repetir el aria de La Traviata, Di Provenza il mar, como pedían desde el paraíso, y la insistencia hizo morder el ajo al temperamental Toscanini, que tras los ¡bú! solicitó que, en las siguientes funciones, no hubiera claqueurs presentes; lo cual, al parecer, resolvió el problema.

“Al final de las funciones, el jefe de la clac solía aparecer por el escenario, iba a los camarines a saludar a los artistas. Tenía, digamos, ese libre acceso en el teatro, aunque la clac no estuviera oficializada ni fuera parte del personal”, declara a la nacion Eugenio Scavo, otrora director del departamento de prensa, publicidad y relaciones Públicas del Colón.

“Muchas veces, por desconocimiento, el público no aplaudía después de determinadas escenas como, por ejemplo, el final del cuarteto de Rigoletto o de Aida, o tras arias importantes de la soprano, el tenor, el barítono. La función de este grupo, entonces, era incitar, romper el aplauso, y el resto los seguía…”, rememora quien trabajó durante casi 5 décadas en el Colón, a partir de 1956. Afirma que alrededor de 1980 se diluyó esta institución simpática, tolerada dentro de nuestro primer coliseo, que hasta entonces había estado compuesta por hombres y mujeres aficionados a la ópera de todas las edades, que solían ubicarse en los niveles superiores –cazuela, tertulia, galería y paraíso–, habitualmente de pie y a los costados. Scavo no tiene registro de ningún escándalo relacionado a esta troupe; a lo sumo, que aplaudieran demasiado y alguien les parara un poco el carro. Recuerda, por cierto, que el reconocido César Dillon, abogado, escritor e investigador del mundillo de la lírica, fue miembro de la claque del Colón en su juventud.

“Los teatros ya no necesitan contratar aplaudidores pero, por mencionar escasas excepciones, el Bolshoi de Moscú todavía tiene su claque oficial”, sostenía meses atrás el dramaturgo y actor francés Fred Radix, asimismo director y compositor, que se ha vuelto un conocedor del paño: de su autoría es una elogiada comedia musical, actualmente en cartel en el teatro parisino Gaite-Montparnasse, que cosecha excelentes críticas y justamente se llama La Claque. En la obra, Radix interpreta a un chef de claque –es decir, a la máxima figura en la jerarquía, encargada de iniciar la demostración de algarabía– que tiene un grave problema entre manos: a pocas horas de un estreno, su escuadrón lo ha abandonado y necesita improvisar reemplazos para salvar la inminente función.

Es el año 1895, y un grupo de novatos habrán de aprender a la velocidad del rayo. Salvo a silbadores, su personaje dará entrenamiento exprés a toda la pintoresca fauna vinculada: además de applaudisseurs à gages, forma a commissaires (los que sabían la obra de pé a pá y marcaban a sus vecinos puntos clave entre actos); rieurs (reidores); pleureurs (llorones –en su mayoría mujeres– que fingían lágrimas en momentos dramáticos); chatouilleurs (cuya misión era mantener la buena onda del público); bisseurs a la pesca del bis… “

Actuaban con la mayor de las discreciones, escondidos entre una audiencia burguesa que, tenida por demasiado fría, necesitaba que se le sugiriera el aplauso”, explicaba a Radio France este artista que dice sentir especial debilidad por este oficio teatral desaparecido, desconocido para muchas personas que, acaso sin saberlo, arman una especie de variante contemporánea…

Porque habrá muerto la claque en sentido estricto, pero ha dejado sus retoños; las risas enlatadas en tevé, por ejemplo, son un derivado. ¿Y no resultan acaso neo-claqueurs los amigos, colegas y parientes que asisten gratarola a funciones de estreno, devolviendo la gentileza con palmas no siempre merecidas? Y los likes, tantas veces injustificados, que abundan en redes sociales, ¿no pueden leerse como una extensión virtual de esta vieja profesión perdida? En cierto modo, hasta la crítica local –que ha abandonado la costumbre de la reseña negativa, salvo en lo referido a óperas, conciertos– podría leerse en esta misma clave, contribuyendo a un mal de época: el aplauso indiscriminado como ritual complaciente, omnipresente.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/si-me-pagan-aplaudo-la-historia-de-los-aplaudidores-mercenarios-nid26102023/

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